Foto por  Schneiyder Mendoza.

Ubicado entre las montañas de la cordillera Oriental, Las Mercedes hace parte del municipio de Sardinata, en Norte de Santander. 

 

Por: Jhon Jairo Jácome Ramírez
Fotografías: Schneiyder Mendoza

Vivir en el corregimiento de Las Mercedes constituye a diario un verdadero acto de fe.

Llegar allá es difícil. La única vía de acceso es una zigzagueante ruta sin pavimento que en época de lluvia se vuelve imposible de andar. A lado y lado de la vía, una desviación de la carretera principal que va hacia Ocaña y por la que hay que transitar más de dos horas, aparecen cada tanto las imponentes montañas de la cordillera oriental. La espesa vegetación solo se ve alterada por algunos espacios podados en los que, si se agudiza la mirada, se pueden divisar los cultivos de coca en lo alto de las lomas.

Después de Las Mercedes sólo queda Luis Vero, otro corregimiento en el que los paramilitares del Bloque Catatumbo de las Autodefensas Unidas de Colombia, bajo el mando de Armando Alberto Pérez Betancourt (alias Camilo, capturado el año pasado en Panamá), hicieron lo que quisieron entre 1999 y 2004. Pero esa es otra historia repleta de muertos y violaciones. La de hoy tiene que ver con la guerrilla.

La primera vez que fui a este pueblo de Sardinata, Norte de Santander, iba buscando la historia de una población que a diario debe convivir con la zozobra de ser atacada por cualquiera de las tres guerrillas que rondan sus montañas: las FARC, el ELN y el EPL.

Desde agosto de 2012, cuando se produjo la última toma guerrillera, los hostigamientos de los grupos armados a Las Mercedes son frecuentes.

Si bien las FARC son las que más presencia tienen en la zona, su alianza con el ELN para el cultivo y procesamiento de pasta base de coca hace que ambas ronden por la zona rural con relativa frecuencia. El EPL, bajo las órdenes de Víctor Ramón Navarro, ‘Megateo’, y por quien el Gobierno ofrece 5 millones de dólares, también frecuenta esta zona que utiliza como corredor estratégico y como punto de abastecimiento de coca.

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Estamos en Las Mercedes y el calor es intenso. Solo hay una calle principal y en ella funcionan algunos negocios que la mayor parte del tiempo permanecen vacíos; los fines de semana, cuando los habitantes del área rural llegan hasta el casco urbano, se llenan por un par de horas. De resto, lo único que hay aquí son dos hoteles, el puesto de salud, la iglesia y muchas, muchas casas abandonadas que le imprimen al lugar un look de película apocalíptica.

Los habitantes de la zona rural se desplazan en las noches al casco urbano. Huyen de las balas que vienen desde las montañas vecinas.

En las viviendas desoladas solo habita la maleza. La mayoría tienen los techos caídos, lo que permite que la lluvia entre y haga que la vegetación crezca de manera desmedida y sobrepase los niveles de las paredes. Algunas fachadas de estas construcciones conservan, como una seña imborrable de la violencia, las huellas de las balas disparadaspor los guerrilleros desde las montañas.

En Las Mercedes, los cerca de 8.000 habitantes que viven en el casco urbano permanecen a diario con la sensación de que algo malo va a pasar. Se respira en el ambiente. El miedo, la zozobra, la angustia, el mal dormir y hasta el desplazamiento interno, hacen parte del día a día de los residentes de este lugar. Los pobladores, a pesar de la presión que sienten por la constante amenaza guerrillera de querer tomarse el casco urbano, se resisten a abandonarlo y se han habituado a la guerra que los azota desde hace más de 15 años, cuando estos grupos llegaron a la región en busca de la coca que se sembraban en sus montañas.

«Yo llevo viviendo aquí 70 de mis 76 años de vida y los problemas son por esa mata, porque todos los que quieren hacernos daño vienen es a la pata de ella», dice Evangelina Bautista, quien todas las noches se desplaza desde la zona rural del corregimiento a una casa de un familiar, en el casco urbano, para dormir junto a su hija y un nieto por el temor de que en la madrugada la guerrilla pueda pasar por su vivienda y hacerles daño.

Las Mercedes, junto al corregimiento de La Gabarra (Tibú) y el municipio de El Tarra, constituyen las tres zonas en las que los cultivos de coca aumentaron en los últimos dos años en Norte de Santander, cuando se pasó de 1.500 hectáreas sembradas a casi 6.500 a finales de 2014, según la Oficina de las Naciones Unidas contra el Delito y la Droga.

«Desde que se dejó de hacer aspersión y se suspendió la erradicación, los cultivos se han disparado en estos tres lugares, en los que claramente las tres guerrillas que operan en el departamento hacen presencia y controlan desde el sembrado de la coca hasta su conversión en pasta base», dice un oficial de Antinarcóticos que prefiere no revelar su nombre.

¿Puedo dormir en su casa?

La zozobra constante de un ataque armado ha hecho que muchos de los pobladores abandonen sus casas cada noche.

Hacia las 5:00 de la tarde, y antes de que la Policía apague las luces del parque del pueblo, una romería de familias se desplaza desde un extremo, el que está junto a la improvisada estación de Policía, en busca de un espacio en la casa de algún familiar o conocido para pasar la noche. Ancianos, niños y jóvenes cargan consigo las almohadas, cobijas, ventiladores y útiles de aseo para desplazarse, dentro de su mismo pueblo, en busca de una noche en paz.

En su caminar pausado, como aquél que de tanto repetirse se vuelve una carga, los habitantes llevan tras de sí la angustia de no saber si esa será la última noche que verán a su pueblo intacto.

Las familias, una vez llegan a las casas donde les han permitido hospedarse cada noche, arman sus improvisadas camas en las salas o invaden las habitaciones con sus pertenencias. Antes de irse a dormir, los adultos se sientan en los andenes a recibir la brisa. Los niños y los jóvenes hacen tareas o ven la novela de turno por alguno de los canales nacionales.

Las familias de Las Mercedes huyen de las balas de la guerrilla, de los tatucos y las granadas. No quieren estar cerca de los policías, a quienes muchos ven como una amenaza. Buscan refugio por el barrio La Ceiba, por la entrada principal al pueblo, lejos de los uniformados.

En Las Mercedes, la presencia de la Policía divide los corazones de sus habitantes. Allí, hacen presencia uniformados de la Policía Nacional y del Escuadrón Móvil de Carabineros (Emcar). También están los soldados de la Fuerza de Tarea Vulcano, tanto en la zona urbana como en los alrededores del corregimiento.

La presencia de los policías y militares en la zona es vista con cierto recelo por parte de los habitantes de Las Mercedes.

«En la última toma guerrillera murieron 2 policías. Eso fue el 22 de agosto de 2012. Desde entonces, los hostigamientos han sido frecuentes, casi a diario. A mí me mandaron una nota hace unos días en la que me decían que si ‘no quería morir por los cilindros, lo mejor era que desocupara el pueblo’. Esa amenaza, esa presión, esa angustia, es de todos los días», cuenta Yobani Pedroza, presidente de la junta de acción comunal de Las Mercedes.

Según Pedroza, los guerrilleros citan a habitantes del pueblo a algunas zonas en el sector rural y allí, en una reunión liderada por uno de ellos, sea de las FARC, ELN o EPL, les advierten que si quieren evitar morir en el fuego cruzado, deben irse. «Nos meten miedo, nos llenan de angustia y así es muy difícil vivir», subrayó.

Sin embargo, otra cosa muy distinta piensan algunos de los miembros de la Fuerza Pública que permanecen asentados en Las Mercedes. «Para que la guerrilla se tome este pueblo tiene que traer a más de 100 hombres y eso, en estos momentos, es prácticamente imposible», comenta un cabo del Ejército que recientemente se había enfrentado con un grupo de ‘no más de 15 guerrilleros’ en la zona rural del corregimiento.

En lo alto de una de las montañas que rodea Las Mercedes y donde permanece junto a un grupo de cerca de 30 soldados más, este uniformado, que omite su nombre ‘por no estar autorizado a hablar’, dice que lo más difícil de estar en esta zona es tener que combatir a un enemigo que se camufla fácilmente entre la población civil porque no usa uniforme.

«Eran entre 10 y 15 hombres. Algunos andaban de civil pero bien armados. Nosotros creemos que dimos de baja a uno y herimos a dos por la cantidad de sangre que encontramos en la zona, pero como ellos se llevan los cuerpos y los heridos, no podemos confirmarlo», agrega.

Los hostigamientos de los grupos armados suelen darse en las tardes: disparan con sus fusiles y tatucos hacia las casas del pueblo, siendo la estación de Policía su objetivo principal. Esta es la marca de bala en una pared del pueblo.

Contrario a lo que cree este cabo del Ejército, un policía del Emcar, que llevaba pocos días de haber llegado a Las Mercedes, sí veía posible un ataque de la guerrilla con suficiente número de hombres: «Por esta zona opera el frente 33 y la Columna Móvil Antonia Santos de las FARC y tiene presencia un reducto del EPL. Entre los dos podrían organizar un ataque».

Saber con exactitud cuántos policías hay en el pueblo es un dato que se protege con recelo. «No se le puede dar ventaja al enemigo», afirma un uniformado que permanece atrincherado en una alcabala armada con costales llenos de arena junto al río, «por donde también nos atacan los guerrilleros cuando bajan de la montaña».

En Las Mercedes, la Policía no tiene estación. Al menos no como en otros pueblos del país. «Es que la han destruido tantas veces que yo creo que ni a la institución le interesa construir una nueva», advierte con cierto dejo de tristeza uno de estos uniformados que, agrega, nunca se hace en el parque porque «ahí es donde más llueven balas».

La casa que ocupan es una más, como cualquier otra del pueblo. La única diferencia radica en que la habitan hombres que cargan sobre sí, las 24 horas del día, un fusil, un casco y un chaleco antibalas. A esta casa nadie entra.

Debido a los ataques frecuentes, la Policía decidió instalar una estación improvisada en una de las casas del pueblo.

Las Mercedes se acostumbró a la guerra

Una de las estrategias que ha adoptado la Policía en este pueblo, para evitar que los francotiradores de la guerrilla detecten a los uniformados con facilidad desde las montañas, es apagar las luces del parque todos los días, sin excepción.

El centro del casco urbano queda convertido entonces en una gran mancha negra por la que transitar se hace imposible. El silencio, que casi permite escuchar la respiración de las personas a través de las paredes, copa el ambiente, de por sí pesado, hasta que los primeros rayos del sol despuntan por el oriente.

Esta medida, como es apenas obvio, no es bien recibida por los habitantes del corregimiento. «Este debe ser el único pueblo del país en el que la gente no se puede sentar en el parque porque, además de que no prenden la luz, corre el riesgo de que le caiga una bala en la cabeza», cuenta un mecánico que se resiste a dejar su casa en las inmediaciones del lugar donde funciona la estación de Policía.

«Toda mi familia la mandé para Cúcuta. Aquí se hizo imposible seguir viviendo. Yo mismo me fui un tiempo para allá, pero me regresé porque aquí es donde genero los ingresos. Si se fija [señala la casa que está a la derecha de la suya], yo no tengo vecinos. Esta casa la destruyó un tatuco. A la mía le tumbó las ventanas y le dañó varias tejas, pero la ‘parapetié’ otra vez porque, ¿para dónde más me voy?», se pregunta con pesar.

Escenas como ésta suceden todas las tardes en las calles de la población.

Los niños, sin embargo, son los que parecieran llevar la peor parte en toda esta tragedia. Rolando Mendoza Ortiz, rector de la Institución Educativa Monseñor Sarmiento Peralta del corregimiento de Las Mercedes, conoce de cerca el sufrimiento de los menores de edad en este lugar.

A la par de fijar los parámetros educativos del colegio, debe, también, planear rutas de evacuación, escoger y señalar los puntos de refugio en los que, dependiendo de dónde lluevan las balas, los niños puedan esconderse. «Ellos ya saben que apenas suena el primer disparo, tienen que dirigirse a dos salones del primer piso que tienen paredes gruesas y resistentes. Aunque si el ‘traca traca’ no da tiempo de nada, lo que deben hacer es acostarse en el piso y resguardarse con los pupitres», afirma como si fuera un estratega militar.

Mientras Mendoza habla, se le aguan los ojos y se le quiebra la voz. Él explica que algunos niños presentan síntomas de ansiedad, déficit de atención y problemas relacionados con su salud mental por el pánico y la zozobra con que viven. «Cada año pierdo un número significativo de estudiantes por esta situación. Se van a vivir a otros lugares con sus padres», enfatiza.

De hecho, el rector habilitó en su propia casa un espacio para una familia amiga a la que le da miedo dormir cerca de los policías. «En mi casa adopté a una familia que llega todos los días con sus cobijas y almohadas a dormir en un espacio que les cedí. Vienen a mi casa huyéndole a la posible lluvia de balas y tatucos por parte de la guerrilla».

La vegetación se ha ido apoderando lentamente de las casas abandonadas en Las Mercedes.

Ismael Soto, sepulturero del pueblo, es quizás el único que, acostumbrado a la muerte por su oficio, teme pero no se angustia como sus paisanos.

Dedicado a embellecer las tumbas de sus vecinos mientras llega el próximo muerto, este hombre de caminar lento pronuncia las palabras precisas. «Aquí, a pesar del miedo, la muerte no llega todos los días. El último muerto que enterré fue un borracho al que le pegaron como 20 puñaladas en una pelea. No lo mató la guerrilla, fue un ‘amigo'», asegura mientras arranca la maleza que brota junto a una lápida.

Para Ismael, aunque el temor de una posible toma guerrillera es de todos los días, hay que acostumbrarse a vivir con él porque, ‘¿qué más se puede hacer?’.

«Mi oficio es enterrar muertos, así que siempre estoy preparado para lo peor».

Las Mercedes: el pueblo que todas las noches le huye a la guerra

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