Por: Diego LeGrand
Fotografías: Felipe Abondano

 

​»Cuando explota una mina, no sientes nada durante unos cuantos segundos… sólo escuchas un ‘bum’, un estallido horrible… ¡y de pronto la humareda! Enseguida brota sangre de tu pierna, chorros de sangre, como si fuera una manguera perforada… y luego tomas consciencia del dolor. Ahí es lo berraco…»

A veces, Andrés habla de su pierna derecha como si todavía estuviera presente. Síndrome del miembro fantasma, lo llaman los psicólogos. Algo común en las personas que han perdido una parte del cuerpo y que, como a él, todavía les rasca o aún se caen de la cama cuando se levantan del lado equivocado.

Andrés tiene pesadillas recurrentes. Es un guerrillero desmovilizado de un frente de las FARC que operaba en el Caquetá, donde llegó a ejercer como comandante de una escuadra de doce hombres encargada de sembrar artefactos explosivos en los campos de coca aledaños para proteger sus cultivos. Como muchos, dejó su infancia en el monte para aprender a plantar minas antipersona como otros siembran sorgo, hasta que a principios de 2008 una «quiebrapatas» que él mismo sembró unas semanas antes le arrancó una pierna.

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Octubre 2014, Bogotá

Es la primera vez que visito un centro de salud para personas amputadas. A primera vista se parece a cualquier otra clínica, con esas interminables hileras de sillas blancas que le hacen juego a las blusas de las enfermeras y ese intenso olor a purgatorio que intranquiliza a las personas sanas mientras les recuerda que aún están completas.

Llevo cuatro horas medio dormido en la antesala del lugar, viendo pasar a decenas de niños, señores y ancianos sin piernas ni brazos, preguntándome cuántos habrán sido afectados por minas como las que plantaba Andrés, mientras espero a que se desocupe por un instante de su terapia.

A pesar de que las paredes del centro varían de blancas a grisáceas y de que los pasillos y cubículos estrechos lo hacen parecer una cárcel sin barrotes, no puedo dejar de notar que la gente que viene a este centro rebosa de goce, como si probar prótesis y órtesis (soportes para corregir problemas de motricidad) fuera un momento alegre de su día.

«Las prótesis son una nueva posibilidad en la vida de las personas», me explica Andrés Pérez, un psicólogo que acompaña a las brigadas de rehabilitación del centro a poblaciones alejadas para ayudar a las personas amputadas. «Muchos han sido afectados por el conflicto o por otros impactos que cambian su vida y los dejan con una sensación de vacío… hasta que se dan cuenta de que aún pueden ser valiosos para la sociedad. Y eso lo hace una atención integral y, por supuesto, la prótesis», añade.

En cuanto se aleja el doctor, Andrés, el otro, me hace seña con la cabeza y cuando me acerco, me explica en un murmullo: «Ponme cuidado, chino, te voy a contar la verdadera razón por la que perdí mi pierna, pero si viene la niña tendremos que parar porque ella no conoce mi historia».

Se refiere a su hija de 8 años, Layla.

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Andrés es uno de los 10.773 colombianos que desde 1990 ha sido víctima de las minas antipersonales.

 

«Desde niño decidí que no quería ser campesino como mis papás y que me iría pa’ la guerrilla con los amigos… ¿pa’ qué te miento? De todas formas no había mucha opción en el pueblo y siempre me gustaron las armas y andar pa’ arriba y pa’ abajo en las camionetas. Así que no fue una decisión difícil de tomar. Eso fue como en 2005… yo tenía como 13 años».

Nos han dejado solos en el cuarto de rehabilitación de pacientes del ​Centro Integral de Rehabilitación de Colombia (Cirec), una organización que suministra prótesis de bajo costo a personas amputadas o limitadas en su movilidad. Andrés ha venido acá para recibir una nueva. Mirándolo, escuchando su historia mientras golpetea el borde de su muñón de forma compulsiva, es inevitable no sentir una profunda empatía por este hombre de complexión robusta y manos secas como ladrillos que exhala un halo de honesta sencillez.

«Allí estuve un buen tiempo en Caquetá hasta que recibí mi primer curso de manejo de explosivos a los 19. Hasta me tocó viajar en un carro con dos finados que acababan de pisar una rompla pa’ aprender a superar el miedo», me cuenta.

«Luego me fui pa’ Arauca con mi escuadra a ayudar en unos operativos y allí mismo conocí a mi esposa. Estuvimos combatiendo en diferentes lados hasta que decidieron una tregua y comenzamos a hacer operaciones conjuntas con el ELN en contra del Ejército. Ya ves que las guerrillas son como perros y gatos que a ratos se persiguen y luego se reconcilian… pero lo nuestro fue secreto porque eso no se permite en un conflicto. Juntos pero no revueltos, como dirían por allá. Yo me saltaba la zanja cada noche para ir a verla, y creo que solo me lo perdonaron porque era como uña y mugre con mi comandante… Al fin que después de eso seguí poniendo minas durante un buen rato en campos de coca pa’ que no los quemaran, hasta que al regreso de una misión de 15 días tuve que volver por un camino que yo había minado unas semanas antes y me confié cuando el comandante me dijo que ya estaba seguro y que no había problema de que pasara por allí…».

Pero ya se acerca Layla de la mano de nuestro fotógrafo, entonces a Andrés le toca parar ahí.

«Ya ves que sí había problema, pero me enteré muy tarde»

Después de la explosión, Andrés fue transportado por sus compañeros durante cuatro días a través de selvas y potreros bajo el acoso del Ejército hasta llegar a la población de La Punta. Allí lo operó un cirujano aficionado que amputó su pierna podrida y lijó tan mal sus huesos que su herida constantemente se reabría.

En ese lugar se quedó durante dos meses, escondido entre la población, a la espera de remesas que dejaron de llegar y de una prótesis que nunca apareció…. Hasta que un armero del pueblo se apiadó de él y le fabricó una pata de palo con un tubo de PVC, tres tornillos y retazos de dos colchonetas, gracias a la cual pudo escapar del pueblo en el que lo habían abandonado, alcanzar la estación de policía de La Julia, Meta, y rendirse ante el policía dormido que custodiaba la entrada de la comisaría.

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Diciembre de 2014, Bogotá

En el mapa aparecen algunas regiones de Colombia en diversas tonalidades de gris. Es una carta sin relieve. La cartografía del ​Monitor de minas terrestres es poco precisa y a duras penas revela que en Colombia siguen minados 30 de sus 32 departamentos. A diferencia de lo que pasa con otras armas, la lógica del minado casero o hechizo, propia de por aquí, hace que sea imposible precisar la cantidad y el emplazamiento de las minas antipersonales.

 

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Mapa del Monitor de minas terrestres sobre la presencia de estas armas en Colombia.

 

Me encuentro en la sede de la ​Campaña Colombiana contra las Minas, una de las organizaciones civiles más reconocidas en el mundo por su labor en la prevención y visibilización del problema de los artefactos explosivos. Según sus más reciente informes, en 2013 Colombia se volvió a posicionar como el segundo país con el mayor número de menores de edad afectados por artefactos explosivos (​57), solo por debajo de Afganistán. El problema no se ha detenido. Según ​cifras del gobierno colombiano, en 2014 se registraron 248 víctimas de minas en todo el territorio, de las cuales 82 eran civiles y 166 eran miembros de la fuerza pública.​

Álvaro Jiménez, coordinador nacional de la Campaña Colombiana contra las Minas, me explica que el problema de las minas es tan viejo como la misma guerrilla en el país. Mucho antes de que naciera siquiera Andrés ya existían artefactos caseros preparados y sembrados por la guerrilla liberal para enfrentar los embates conservadores de la época. De ahí en adelante, y con especial intensidad desde finales de la década de los 80, el ejército, los grupo paramilitares, los grupos guerrilleros e incluso las bandas criminales fueron responsables del sembrado de estos artefactos, dejando un reguero de polvo estimado en 70 mil explosivos vigentes al día de hoy.

Como si existiera un explosivo para cada espectador del Nemesio Camacho El Campín y sobraran casi 30 mil para hacer volar otro estadio mediano.

«Es un problema mayor para el país, no sólo porque han sido afectadas más de 10 mil personas por explosiones desde que tenemos registro –10.773 desde 1990, según el ​Programa Presidencial para la Acción Integral contra Minas Antipersonal (Paicma)– sino porque mientras siga siendo considerado como un problema de seguridad nacional y no una cuestión humanitaria, miles de desplazados no podrán regresar a sus casas a realizar proyectos productivos por miedo a las minas».

 

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El Monitor de minas terrestres, un informe sobre la las zonas más afectadas de Colombia, revela que estas armas están presentes en 30 de los 32 departamentos.

 

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Noviembre 2014, Soacha

Andrés vive en una pequeña casa de piedra y toldo en la cima de una loma que alguna vez fue del M-19 y con el tiempo fue recuperada por grupos paramilitares cercanos al desaparecido esmeraldero Víctor Carranza. A diferencia de varios de sus vecinos, no invadió terrenos sino que compró el suelo en el que ahora habita gracias al sueldo que le llega cada mes desde la ​Agencia Colombiana para la Reintegración (ACR) y a los ahorros de su mujer, que llamaremos Meredith, quien trabaja como auxiliar de cocina.

Aquí las paredes son delgadas y tenemos que hablar en voz baja para evitar que los vecinos se enteren de su historia. A pesar de que este es un país que lleva más de 50 años en guerra y los excombatientes reintegrados son una realidad cotidiana, es difícil obviar el estigma que todavía pesa sobre los hombres y mujeres que engrosaron las filas del conflicto y decidieron abandonarlo.

«Al principio pensé en suicidarme, no te voy a mentir. Muchas veces. Me sentía inútil y fracasado. No podía hacer nada. En esta ciudad nadie tiene consideración con los discapacitados. Me discriminaban, se me burlaban, las busetas arrancaban sin que me hubiera subido», recuerda de su llegada a la capital.

«Bogotá no es un lugar para los débiles».

La primera prueba de la prótesis fue particularmente dolorosa. «Talla la piel y frota el hueso como no tienes idea, pero luego uno se acostumbra y agradece la posibilidad de volver a caminar como una persona normal».

 

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La atención integral (que incluye sesiones con psicólogo) y la prótesis son elementos clave en la recuperación de las víctimas de minas antipersonales.

 

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En cuanto Andrés se rindió a la policía, lo sacaron del Meta en helicóptero y lo trajeron al albergue de paso Santa Isabel en la fría Bogotá, a la espera de verificar si en efecto se trataba de un guerrillero desmovilizado que se podía acoger al programa de reintegración. Allí pasó por numerosas entrevistas en las que le preguntaron quiénes eran sus superiores, cuál era su papel en la guerrilla, si mentía o no y si había matado a civiles y militares, además de pruebas de polígrafo y otros detectores de mentiras. Hasta que finalmente obtuvo el papel CODA (Comité Operativo para la Dejación de Armas) del Ministerio del Interior que certificaba su condición de desmovilizado.

«Cuando te sales ya no hay forma de regresar a tu tierra… te quedas en Bogotá y te amañas, porque no hay de otra», dice mientras Meredith verifica que la niña todavía se encuentre jugando en su cuarto y no se entere de la verdadera historia de sus padres.

Cuando le pregunto sobre su relación con las minas que sembró antes de que explotara la suya, Andrés contrae los ojos con fuerza como suele hacer cuando se tocan esos temas. «Claro que lo pienso», contesta tras unos segundos de silencio. «Lo pienso mucho. ¡Te digo que la guerra es una cosa sucia! Sé que hay gente que ha pisado mis minas también y he soñado con eso muchas veces. Si tuviera la oportunidad, no volvería a hacerlo por nada en el mundo. Esta es una guerra de comandantes donde sufren los soldados y la población civil. ¡No lo volvería a hacer ni loco! En la guerra mueren niños, ancianos, personas que no tienen nada que ver con el conflicto…».

En la comisura de sus ojos se forma una pequeña lágrima que enseguida reprime, como lo hacen los tipos duros acostumbrados a sufrir en silencio.

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Diciembre 2014, Bogotá

Ya sólo nos escribimos por correo con Andrés. Por fin accedió a contarme cómo se crean las minas artesanales y a ayudarme a entender por qué es tan complicado cartografiar un mapa de explosivos en un país como este, en el que una sola organización internacional está calificada para realizar un ​desminado humanitario.

«Lo primero que tienes que entender es que, por más que uno tenga buena memoria, esas cosas están concebidas para ser escondidas en el monte. Es muy difícil encontrarlas y desactivarlas de forma segura.

Las minas se arman con un sistema de corriente proporcionada por una pila de nueve voltios. Se conectan los conectores a la batería sin que hagan contacto los cables del conector, el positivo y el negativo, y cuando alguien pisa el artefacto o jala con los pies la cuerda, los cables se unen y explotan. Eso es lo que se llama una mina ‘Colecaballo’.

«Hay muchos tipos más de minados, pero si me pongo a explicártelos todos, no acabo hoy. Lo importante es que para desactivarlos hay que desconectar la fuente de corriente y ya se puede levantar el artefacto sin ningún problema, solo que el mínimo error le puede costar la vida al explosivista… A menos que espere seis meses para que la bomba ya no detone porque se agota la carga de la pila (aunque esto sólo aplica en el caso de las bombas artesanales, porque las Claymore pueden durar activas muchos años)».

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En teoría, el uso de las minas debió haber sido limitado internacionalmente por la ​Convención sobre la Prohibición del Empleo, Almacenamiento, Producción y Transferencia de Minas Antipersonal y sobre su Destrucción, comúnmente conocida como la Convención de Ottawa de 1997. Pero la no ratificación del tratado por potencias como Estados Unidos, China o Rusia ha limitado su efecto global, mientras que la facilidad de elaboración artesanal de este tipo de artefactos los han convertido en una arma eficaz para numerosos grupos armados financieriamente limitados.

En Colombia, el gobierno firmó el tratado el 3 de diciembre de 1997, lo ratificó el 6 de septiembre de 2000 y se volvió Estado Parte el primero de marzo de 2001, mientras que en 1998 la Industria Militar del Estado de Colombia (Indumil) cesó la producción de minas antipersonal que había venido desarrollando y terminó de destruir su arsenal de 18.531 minas en 2004.

Pero el constante uso de estos artefactos fáciles de construir por parte de grupos guerrilleros (repuntó a partir de la presidencia de Álvaro Uribe entre 2002 y 2010 debido a la superioridad militar que adquirió el Ejército) y por diversas bandas criminales, no ha permitido acabar con uno de los mayores problemas de un país considerado de «alta contaminación» en las regiones de Antioquia, Arauca, Caquetá, Meta, Nariño, Norte de Santander, Putumayo y Tolima.

En esta materia, estamos a la par de países como Congo o Sudán.

Las conversaciones de Paz en La Habana han generado la esperanza de que Colombia pueda avanzar en los procesos de localización y desminado. Un proceso que, según los compromisos internacionales adquiridos por el Estado colombiano, debería borrar cualquier rastro de mina para 2021. Sin embargo, como describe un reciente ​informe periodístico de La Silla Vacía, el país no cuenta aún no con un método de diagnóstico y mapeo para localizar los artefactos y tampoco con los recursos económicos y humanos que precisa una tarea de estas dimensiones.

«Yo no sé qué vaya a pasar en La Habana, pero espero que se logren poner de acuerdo para que pare toda esa violencia, para devolverme un día a mi tierra a ver a la familia…», me dijo Andrés alguna vez. Y entonces pensé que, a fin de cuentas, poca gente puede entender tanto este conflicto, y la necesidad de terminarlo, como un ex guerrillero que pisó su propia mina.

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Andrés vive hoy lejos de su pasado. En Soacha ha iniciado su nueva vida junto a su esposa y su hija, que no sabe nada sobre los años de guerra de sus papás.

*Este artículo fue publicado originalmente en ¡Pacifista! el 16 de diciembre de 2014.

 

Después del estallido

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