Por: David Mayorga
Fotografías: Felipe Abondano
Colombia es un país dual: en sus 205 años de historia republicana se ha debatido entre la guerra fratricida y el deseo de hacer un alto en la pelea, hablar y perdonar. A continuación, un ejercicio para volver a mirar aquellos momentos en que decidimos que valía más escucharnos como hermanos que condenarnos como enemigos.
Este recorrido continúa en los años 50, en los días de la violencia fratricida entre «godos» y «chusma». En el piedemonte llanero, los liberales que se armaron para proteger sus vidas de los ataques conservadores, decidieron un día escuchar al gobierno del general Rojas Pinilla que venía con una propuesta de amnistía.
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El sonido vino del otro lado de las montañas. Por instinto, todos los hombres cogieron sus fusiles, tomaron posiciones y miraron al cielo. Todos en silencio. Los perros ladraban con fuerza, las vacas corrieron por los potreros, todo el campamento liberal en La Uriría suspendió su vida mientras el ruido de los motores se hizo más fuerte. Cuando reaccionaron, el avión verde militar estaba sobre sus cabezas. Y en ese momento los bombardeó con volantes de papel.
Buena parte de esas hojas se atascó en las copas de los árboles; otras fueron recogidas por los combatientes. Aún hoy, a 61 años de ese ‘bombardeo’, Álvaro Fula no puede ocultar la misma mueca que sintió cuando leyó el trozo de papel: «Era una propaganda ahí que decía que nos entregáramos… Bueno, las mentiras de siempre del Gobierno… Como no se sabía a qué venía, ahí se le hizo unos tiros. Ya cogimos los papeles y sí: era insinuando eso».
Con ese gesto comenzó a escribirse la paz en los Llanos Orientales. Eran los años 50, conocidos tristemente como los de La Violencia: los días que le siguieron al asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, el candidato presidencial por el Partido Liberal, cuando el Gobierno conservador les ordenó a la Policía y al Ejército hacer operativos para tomarse pueblos de mayoría liberal, cuando los grupos de extremistas conservadores (conocidos como «pájaros») masacraban municipios y veredas rojas, violaban mujeres, les abrían los vientres, los ocupaban con cadáveres de gatos y los cosían. Cuando los liberales se armaron para defender la vida y los principios políticos que heredaron de sus padres.
Fue la época que según el libro La violencia en Colombia, de Orlando Fals Borda, Eduardo Umaña y monseñor Germán Guzmán, quizás el estudio académico más profundo realizado en Colombia para encontrar las causas de esa violencia partidista tan visceral, dejó más de 300.000 muertos en todo el país.
Durante esos años Álvaro Fula, un campesino de Machetá, Cundinamarca, se convirtió en uno de los 5.000 integrantes de la Revolución Llanera, la llamada «guerrilla» conformada por liberales del suroriente de Cundinamarca, el sur de Boyacá, el suroccidente de Casanare y el norte del Meta, que se fueron a las armas para defenderse de los asesinos escudados bajo la bandera azul del Partido Conservador.
Hoy, las razones de esa guerra están poco presentes en la memoria colectiva. Las masacres de mitad del siglo XX fueron opacadas por las de los años 90 a manos de los paramilitares, los partidos Liberal y Conservador se desmembraron en agrupaciones más pequeñas con la llegada del nuevo milenio, y los sobrevivientes de La Violencia ni siquiera se cuentan entre los casi 7 millones de víctimas reconocidas por el Estado entre 1985 y 2014. Los estudiantes poco saben de la vida de Jorge Eliécer Gaitán, de su asesinato, de la guerra fratricida que se generó en su nombre.
Quienes se niegan a olvidarlo son quienes se alzaron en armas. Como Benjamín Mateus, un campesino de las montañas de Páez, Boyacá, que se crió en el piedemonte llanero.
Écheme el cuento…
El cuento es así: estábamos en plena paz. Nosotros éramos gente trabajadora, de alquilarnos por ahí a desyerbar cementeras. Y entonces se formaron unas elecciones… unos votos, que llaman. A votar unos por Laureano Gómez y los otros por … ¿Cómo se llamaba? El presidente liberal que iba a haber por ese entonces…
¿Gaitán?
Sí, era Jorge. Jorge Eliécer Gaitán. Él era liberal y el otro, conservador. Y vivían en gran enemistad por eso no más, por la política. Y la gente… Antes de eso, la gente se ponía a tomar guarapo y peliaban por política.
¿Usted alguna vez peleó por política?
No, yo no sabía. Nosotros no somos personas educadas, yo no tuve ni un día de escuela. Lo poco que aprendí lo hice en la Revolución y en el Ejército, porque me acogieron cuando ya había pasado la guerra. Ya tenía 35 años.
¿Cuántos tenía cuando inició la guerra?
Tenía 30 años.
¿Y qué hacía entonces, en 1948?
Estaba trabajando donde don Pastor Ballesteros en El Porvenir, un pueblito. Trabajaba desyerbando una cementera. Entonces, cuando don Pastor supo la noticia de que habían matado a Jorge Eliécer Gaitán, ese hombre lloraba. Vino, nos pagó y dijo que no nos fuéramos, que nos estuviéramos porque puallá venían los conservadores y nos mataban.
¿Sabían manejar armas?
Sí sabíamos pero carabinas, escopetas y revólveres. Eso sí: le pegábamos un tiro por dentro de la jeta a una botella. Y así se fue formando la vaina y de pronto vinieron fue a recogernos y a reclutarnos.
¿Quién vino?
Los más pesados, los más duros del Llano. Que nos teníamos que ir con ellos a peliar. Y ese pantalón que se nos hacía música de miedo… ¿Cómo sería ir a peliar a tiros? Jamás nos enseñaron a matar a nadie ni a que nos dieran plomo.
Quienes organizaron la resistencia fueron los Bautista: Pablo, Tulio, Manuel, Roberto y Rubén, los hijos de un hacendado liberal de Miraflores, Boyacá, que decidieron frenar la violencia conservadora. Para evitar su entrada a los Llanos Orientales se concentraron en la margen oriental del río Upía, en la frontera entre Boyacá y Casanare, y se armaron con las herramientas con las que trabajaban: escopetas, revólveres, palas, peinillas (machetes), azadones…
El conteo de armas, la repartición de hombres y la conformación de la guerrilla liberal se realizó en una finca llamada El Vergel. Asistieron todos los que juraron defender el partido con sus vidas, como la familia Fonseca o el cabo Dúmar Aljure, que abandonó el Ejército con un puñado de soldados cuando le dieron orden de retenerles las cédulas a todos los copartidarios de la zona y apresarlos.
Entre los presentes estaba Quintiliano Barreto, un joven de 18 años de Capohermoso, Boyacá, que buscó refugió después de que los conservadores asesinaran a una parte de su familia. Sus compañeros lo llamaron siempre Quinto, un apodo que, con el tiempo, cuando se convirtió en comandante de cuadrilla y en uno de los artífices de la paz, se volvería legendario.
¿Cómo se organizaron?
Se resolvió que, como no teníamos fusiles, se formaban tres grupos: uno comandado por Tulio Bautista, que era el jefe; otro por Pablo Bautista; y el otro por Manuel Bautista. Por todas partes salimos a conseguir fusiles. Se conseguían era peliándolos, emboscándolos.
Cogían los fusiles del Ejército y la Policía…
De lo que se nos arrimara por delante. Hacíamos emboscadas aquí y allí.
Esas anécdotas aún perduran en la zona: las contaron los revolucionarios a sus hijos y después a sus nietos. «Atacaban muy duro al Ejército y a la Policía, les daban unos golpes contundentes de 50, 60 hombres asesinados. Les quitaban los fusiles, se armaban y se fortalecían. Ya, cuando llegó el gobierno del general Rojas Pinilla en el 53, tras el golpe de Estado a Laureano Gómez, lo que hizo fue mano tendida contra las revoluciones, contra las guerrillas de los Llanos Orientales y del país», narra Nelson Barreto Vaca, periodista de Monterrey, Casanare, quien ha venido recogiendo los relatos de los sobrevivientes para preservar esa historia.
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El piedemonte llanero, esa región donde se armaron liberales como los Bautista, los Fonseca o los Perilla, es una zona cuya vida la define el agua. Ríos como el Upía, el Túa, el Lengupá o el Guavio bajan de las montañas con fuerza, crean autopistas caudalosas que favorecen la vegetación, la cual varía en todos los tonos posibles de verde.
Para llegar desde la capital a esta zona, bautizada como la Puerta del Llano por sus habitantes, hay que atravesar dos cordilleras. Hoy es posible por carreteras en ruinas que bordean abismos, que lo llevan a uno por 17 túneles oscuros, fríos, en los que cae agua todo el tiempo y hay señales que advierten de derrumbes, que lo conducen al embalse de Chivor, un cañón de agua tranquila, de sonidos relajantes, vigilado por soldados que se abrazan a sus fusiles. Un viaje que, dependiendo de la fuerza de la lluvia, la firmeza de la tierra o la espesura de la niebla, puede completarse entre seis y ocho horas.
Pero en los años 50 había que tener paciencia. De Bogotá hasta Campohermoso, en Boyacá, el viaje en bus duraba un día, más otro adicional a caballo hacia cualquier punto de la región. Por esas trochas pasaban las bandadas de «pájaros» y los guerrilleros liberales haciendo su propia guerra en nombre de la política. Deshumanizando al adversario. Peleando a pie limpio porque la violencia expulsó a los artesanos y no había nadie que fabricara cotizas (las alpargatas de fique propias de los campesinos en la época).
Álvaro Fula recuerda muy bien aquellas jornadas.
¿Cómo eran los días en la Revolución?
¡Sabrosos! Porque uno tenía un ideal político y se lo prohibían, buscaban hacerlo voltiar, que se volviera uno conservador. ¿Cómo iba uno a hacer eso? Uno ama al Partido Liberal, nació con esa idea. Entonces la pasaba uno tranquilo, planeando a ver dónde se descuidaban. Y luego hacerles unos tiros.
En esos días, ¿qué era ser liberal y qué era ser conservador?
Eran dos partidos que se distinguían hasta por el color: uno era rojo, el otro era azul. Los conservadores, por ejemplo, venían de San Luis, de Santa María, de Campohermoso, de Macanal, de Los Cedros, a robar, a matar la gente liberal. Del río para acá todos eran liberales; también había conservadores, pero sanos.
¿Cómo eran los conservadores?
Traicioneros. Es que el señor Mariano Ospina Pérez, con Roberto Urdaneta Arbeláez y Laureano Gómez, querían conservatizar a Colombia. No querían ver un liberal, querían acabarnos a todos.
El campamento de la Revolución estaba en el municipio boyacense de La Uriría, donde operaban las fuerzas de la Séptima Zona comandadas por los Bautista. Todo el llano se dividía en áreas de influencia y, si se planeaba un asalto de gran importancia, las tropas se desplazaban de un rincón a otro. Cada campamento acogía a los invitados y los trataba como uno de los suyos.
Y todos en el Llano sabían que los Fonseca mandaban en Cusiana, los Calderón en el río Meta, los Plazas en Tame, los Parra en Cumaral, los Perilla en Páez o los Roa en Chámeza. El nombre de Guadalupe Salcedo, al que apodaban ‘El terror de los llanos’, se escuchaba en Arauca.
Pero en el campamento de La Uriría el alma era María del Carmen Casallas, una muchacha de Miraflores, Boyacá, a quien el propio Manuel Bautista incluyó en las tropas después de ver los maltratos a los que era sometida por su madrina.
¿Para dónde la llevaron?
Para el monte. A cocinar para más de 4.000 hombres.
¿Usted cómo hacía? ¿Cocinaba solita?
¡Sola! El comandante, el finado Manuel Bautista ponía un muchacho a que me ayudara porque eran esas ollas… Pa’ toda esa gente… y en el modo que a yo me tocaba prepararla… Me tocaba aliviar a toda esa gente. Primero, a los comandantes y su alimentación; después a todo el personal.
¿Cómo eran los Bautista?
Eso eran unos señores. El finado Manuel y el finado Pablo eran de harta categoría, fuertes, con ellos se amañaba mucho la gente. Siempre. Eran cuatro hombres fuera del papá y cuando salían, cada ocho días, dejaban gente de guardia. Me tocaba a yo manejar las llaves de todo el armamento, que nadie fuera a destapar un baúl o cualquier otra cosa
¿Todos le hacían caso?
Todos. El finado Manuel les decía: «Mucho juicio con ella, ninguno me le va a decir ninguna grosería o me le va a hacer nada».
Mientras tanto, la paz se concebía en Bogotá. A finales de 1951, los dirigentes conservadores y liberales pactaron tras bambalinas, a espaldas del presidente Laureano Gómez y de su designado Roberto Urdaneta, una tregua en todas las regiones. Pero en los Llanos, al menos en el piedemonte, se pensaba diferente.
El libro Reseña histórica del Casanare ha reconstruido la suerte de las guerrillas liberales en el departamento a partir de testimonios de los combatientes; según ellos, los comandantes rechazaron la orden tácita de una dirección partidista que veían cada vez más lejana. Un detalle que no cayó bien entre las tropas.
Lo que siguió solo ha sido narrado a partir de los protagonistas. O de quienes han venido recogiendo su legado. «La Revolución Llanera tuvo pecados. Y grandes. Los mismos integrantes mataron a sus jefes y ha habido cierta mezquindad por contar la verdad. Lo que sabemos es porque otros lo han contado, pero los reales protagonistas están callados. Hubo una serie de intrigas que hicieron que a los Bautista los mataran a la misma hora, el mismo día. Un golpe de Estado», comenta Nelson Barreto.
Sin dar muchas señas, María del Carmen Casallas también lanza un par de pistas sobre lo sucedido: «Se unió todo el compañerismo contra los capitanes, se podría decir. Que cómo ellos estaban urdiendo esto, que tenían que matar a todos los viejos y quedar los muchachos. Todos se unieron».
El nuevo mando acogió la propuesta del gobierno militar de dejar las armas. Escucharon, negociaron, aceptaron la oferta de indulto. Uno de ellos era Quinto Barreto.
¿Cómo se hizo la paz?
El general Rojas Pinilla mandó al general Duarte Blum pa’ que hablara con nosotros, que ya nos habíamos reunido con los héroes de aquí cerca y convinimos en entregar las armas. Dijeron que nos cuidaban, que acabáramos con esa vaina de matarse por la política entre godos y los liberales. Y bueno, hicimos la entrega aquí el primero y segundo grupos. Vino Guadalupe, vino Aljure, vinieron ellos a presenciar la vaina, pero primero vinieron para saber qué habíamos pensado. Entonces ya bajamos. Disparamos cuanto cartucho teníamos y dejamos los fusiles solos.
¿Cómo fue ese día?
Ahí hicieron una parte donde estaba un comandante del Ejército y otro de los nuestros. Iban entrando y preguntaban el nombre para darnos un salvoconducto.
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La paz se firmó en los Llanos Orientales el 15 de septiembre de 1953. Fue en el municipio de Monterrey, Casanare, a donde todos los combatientes llegaron para entregar su fusil. A cambio, recibieron una ayuda del Gobierno.
«Todo lo que nos dieron por los fusiles fue, a cada soldado, una pala, un vestidito que era un pantalón, una camisa maluquita, alguna peinilla, una ancheta… Y nos ofrecieron una plata que en esa época eran 2.000 pesos. Fui a Villavo y me los dieron; después saqué una platica en la Caja Agraria y ahí me los cobraron, con intereses y todo. Tocó pagarlos y ponerse a trabajar, porque no había más que hacer», recuerda hoy, a sus más de 80 años, Quinto Barreto. Su primer trabajo al regresar del monte fue haciendo hierros para marcar reses.
Unos cuantos revolucionarios volvieron a sus pueblos de origen pero la mayoría se quedó en el lugar de la desmovilización, donde existía un puesto del Ejército, para formar una familia, construir casas, arriar ganado y hacerlo crecer hasta el municipio que es hoy. Entre ellos se encuentra Benjamín Mateus, quien se hizo a una tierra sin escriturar, fundó su finca, crió vacas y años después, cuando sus gestas fueron quedando solo en los libros de historia, fue víctima del robo de tierras a manos de los paramilitares. Hoy vive de la caridad de sus compañeros de armas.
Para usted, que le tocó vivir la guerra, ¿es fácil vivir en paz?
Lo más lindo que hay de todo lo que les digo, y les dejo advertido, es vivir en paz. Vivir en amistá con todos los amigos y vivir bien como he hecho yo en mi vida. Sin yo conocer un enemigo. Así me hagan males.
Para otros, como Álvaro Fula, el experimento de la paz costó un poco más.
¿Qué hizo después de entregar las armas?
Triste, porque el fiel compañero era el fusil. Era el que nos hacía tener fuerza, tener valentía. Se hallaba uno bien acomodado.
¿Se puso a trabajar?
Sí, por acá en El Porvenir, en Guayabal.
¿En la tierra? ¿Como agricultor o como ganadero?
Sí, sí, echando peinilla, echando hacha, sembrando de todo: plátano, yuca, maíz, de todo lo que daba la tierra.
Su historia, sin embargo, estaría ligada una vez más a las armas. Para controlar la expansión del abigeato (el robo de ganado) en la zona, que muchas veces era cometido por excombatientes liberales, el Gobierno reclutó a sus excompañeros y los convirtió en policías rurales; más tarde serían integrados al DAS.
¿Cómo entró al llamado DAS rural?
Como en el 61 corrió la bola de que iban a formar un grupo, como una policía, para controlar el abigeato. Se necesitaban tres recomendaciones de tipos que lo conocieran a uno, de ganaderos, y una referencia de un jefe del DAS. Yo saqué todo ese papeleo, me vine a Yopal, saludé al coronel Román y le insinué que quería trabajar en esa entidad.
¿Qué le tocaba hacer?
Montar a caballo a veces, de noche hacer capturas de los abigeos, luego caminar porque a veces no había caballos y no lo remontaban a uno, entonces nos tocaba echar pata.
¿Quiénes se robaban el ganado?
A veces hasta los encargados de un hato, Eso había mucha plaga por ahí, llaneros de toda clase: pa’ comer, para vender y para arreglar un hierro y vender los mausers.
Para alguien como usted que le tocó pelear con fusil al hombro, disparar y tomarse los pueblos de los conservadores, ¿fue fácil vivir en paz?
Sí, pero siempre con tristeza.
Con el paso de los años, Monterrey se fue ampliando. El pueblo es hoy un centro urbano en expansión que, según cifras oficiales, ronda los 13.000 habitantes. Pero no todos ellos son regiomontunos: al ser uno de los principales departamentos de producción petrolera del país, el municipio es escogido como el punto de residencia para los migrantes que buscan nuevas oportunidades en los proyectos mineroenergéticos de la zona.
Se estima que el 90% de los habitantes vienen de otras regiones del país, toda una ironía para un pueblo que no recibe regalías por la extracción de petróleo en su zona y que se opone cívicamente a los proyectos de sísmica que quieren hacer dentro de sus límites. La bendición de Monterrey se llama Ocensa, el oleoducto que lleva el petróleo de la zona hasta Coveñas y que le deja a las arcas municipales un porcentaje por cada barril transportado (al día se mueven unos 450.000).
En ese pueblo del progreso hay muy poco lugar para los combatientes que firmaron la paz en los 50. «Son personas de entre 80, 85 años. Muchos tienen familia, muchos están por ahí abandonados, a la deriva. No es gente a la que el Gobierno Nacional les haya dado la mano. Los que están bien es porque, de pronto, en su juventud hicieron algo o los hijos ven por ellos. O porque, cuando había tierras sin propietario, se adueñaron de ellas y se hicieron dueños de fincas. Pero la mayoría está en el abandono total», cuenta Nelson Barreto, quien desde la emisora Violeta, en Yopal, y en sus escritos personales trata de mantener vivos esos días.
También lo confirma María del Carmen Casallas, sentada todos los días en la puerta de su casa a ver pasar la gente: «Algunos me gritan groserías, me dicen loca, le tiran piedras a la casa. Yo no digo nada. Por eso siempre me alegro cuando vienen a visitarme mis hijos», nos dice mirándonos a los ojos, sonriéndonos, dando las gracias con sus manos arrugadas por tanto trabajo en el monte, por tantos recuerdos de sus guerras.