Por: David González M.
La guerra
En Otanche, un pueblo caliente y ruidoso, encerrado por las montañas picudas de la cordillera occidental, la gente está aliviada de que las esmeraldas ahora sean escasas. Han visto demasiados muertos flotar por el río Mineros, muertos que perseguían el sueño verde de una gema brillante e hipnótica. Hoy pocos quieren una nueva bonanza. Si no hay esmeralda, hay paz.
Darío Murcia es un tipo en sus cincuenta, delgado y con la cara manchada de la tierra negra que sale de las vetas. Empezó como guaquero siendo muy niño, como la mayoría de niños de esa región olvidada e inaccesible del occidente de Boyacá: «Acá la gente vive por el sueño de una esmeralda y muere por eso. Muchas veces dura 30 o 40 años buscando y no la encuentra. El guaquero sobrevive a cualquier clima, cualquier temperatura, sin desayuno, sin comida, solo alimentado por el sueño de encontrar la piedra que lo saque de pobre. Y así muere un día, pobre».
Por ese sueño empezó, a mediados de los 80, una de las guerras más cruentas que ha vivido un país de guerras. Dice la gente de la zona que la tercera guerra verde era inevitable. Había demasiada ambición, demasiada riqueza y muy poco Estado. Una noche de agosto, un grupo de Coscuez, un pueblo vecino, no respetó los turnos de una veta que estaba produciendo parejo y ahí fue Troya.
Por un lado Coscuez, Maripí y Pauna, donde se concentraba la mayoría de producción minera, y por el otro, Otanche, Borbur, Santa Bárbara y Muzo. La guerra duró nueve años y dejó 3.000 muertos (según cifras manejadas por el senador Iván Cepeda en su reciente libro sobre Víctor Carranza, el zar de las esmeraldas). «Hubo un muro invisible entre los dos bandos que era la quebrada Mioca: de acá para allá no podían pasar los de estos lados y de allá para acá tampoco. A nosotros nos tocaba dar la vuelta por Puerto Boyacá para ir a Bogotá porque el que pasara la frontera, no importaba si tenía que ver con el conflicto o no, lo mataban».
Don Jorge Espitia fue alcalde de Otanche en el 82 cuando todo comenzó y luego, cuando se hizo la paz, de la que fue uno de los gestores, alcalde de Borbur. Cuenta que en ese tiempo la guerra era entre los patrones y los habitantes de un pueblo contra otro. Él mismo sobrevivió a varios atentados.
El exalcalde habla con el acento medio norteño que tiene la gente de esta parte del país. Es un acento que mezcla la calentura del santandereano y el ritmo frenético de los corridos norteños mexicanos. Otra tarea sería averiguar cómo ese pedazo de México llegó a instalarse en las venas de unos pueblos perdidos de Boyacá. «Yo estoy vivo de milagro. A mi me mandaron una muchacha a matarme. Ese día era feria en la Plaza de Santa Bárbara, cuando fue que sentí un quemonazo en la nuca. La china me disparó por la espalda y apenas me raspó, se le trabó la pistola».
Wilson Guerrero, actual alcalde de Otanche, uno de los principales investigadores de estas guerras, se queja de que todos los que escriben sobre ellos no son de allá y siente que los caricaturizan. Él creció en los 70 durante la guerra del Ganso Ariza, uno de los bandidos famosos de la región, y recuerda muy bien lo que es vivir con el miedo y con la zozobra de las balaceras de un lado del parque al otro. Así crecieron muchos niños. Las posibilidades de salir del pueblo eran mínimas. El occidente de Boyacá es un laberinto de montañas que en ese entonces no tenía vías y hoy apenas las tiene. «Uno veía balas, muertos, corría a esconderse y se imaginaba que la realidad, afuera, también era así». En 1982 ingresaron al colegio de Otanche 71 estudiantes. En el grado noveno, solo quedaban siete. Todos se habían ido a la guerra.
Los patrones fueron los protagonistas de la tercera guerra, la famosa, a la que le hicieron novela de televisión, la de Luis ‘Pequinés’ Murcia Chaparro (muerto), Martín ‘Capetera’ Rojas (muerto), Gilberto Molina (muerto), Pablo Elías Delgadillo (muerto)y el recordado Zar de las esmeraldas, Víctor Carranza (muerto de viejo). Los habitantes no eran personas, estaban secuestrados en su propia casa a merced de las decisiones de esos patrones todopoderosos.
«Acá no había libertad de conciencia, se hacía lo que decía el patrón. Él decía: ‘Usted no duerme’ y usted no dormía». El patrón era el que mataba, el que mandaba a asesinar, el dueño de las esmeraldas y de las mujeres. «Si usted sacaba una buena piedra, tenía que vendérsela; si a él le gustaba su mujer, se la llevaba como si fuera una gema». Para la gente sumida en la pobreza, era un honor que el patrón se llevara a su hija.
La guerra tocó fondo a comienzos de los 90 y se había normalizado en la cotidianidad de sus habitantes. La cultura era matarse. Los de Otanche a los de Coscuez y los de Coscuez a los de Otanche. Ya ni se acordaban por qué había empezado todo. Era hora de hacer la paz o seguir llenando los cementerios, más grandes que sus escuelas.
Don Jorge Espitia cuenta que luego del atentado se reunió en Chiquinquirá con la mujer que trató de matarlo. Ella lo buscó para pedirle perdón, para explicarle que si no hacía lo que le habían ordenado la iban a violar. Él le dijo que entendía, que eran otros tiempos. «Uno tiene que hacerse a la idea de que lo que pasó, pasó. No sentí odio cuando la vi».
La paz
La primera reunión para hacer la paz fue en una finca cerca a la quebrada Mioca a comienzos de los 90. Vinieron seis personas de cada bando, ejército, policía y el monseñor de Chiquinquirá. Se tomó una decisión: era hora de hacer borrón y cuenta nueva. El que no estuviera de acuerdo debía irse de la región.
Lo primero fue acercar a los pueblos distanciados por tantos años de disputa. A través del diálogo se unieron los líderes y, de ahí para abajo, todo el mundo. Una de las primeras tareas fue un intercambio humano, volver a darle rasgos de persona al enemigo. Diez hombres de Coscuez se fueron para Otanche y diez hombres de ese lado para el otro. Nadie los podía tocar y en las tiendas debían atenderlos bien. «Era verraco verlos porque más de uno había matado a alguien de acá. Uno sabía que de eso dependía que no le pasara nada a los que estaban al otro lado. Con el tiempo se hizo normal. Se llegó a un convencimiento de que era una vaina de perdón y olvido».
El 10 de julio de 1990 la paz terminó plasmada en una hoja de papel y firmada por los protagonistas de la guerra. En dos hojas tamaño oficio se habla de desarrollo económico, de libre transito, de pacificación, de respeto a los habitantes de los pueblos de la cuenca del río Mineros. Se habla de retorno y desarme, de consejos de paz que monitorearan los acuerdos.
Y el acuerdo se ha cumplido, o se ha intentado. Los 14 consejos de paz, 23 años después, fueron institucionalizados por el gobierno departamental de Boyacá mediante la ordenanza del 15 de diciembre de 2012, que fundó la corporación Boyacá se atreve por la paz (CORBOYPAZ). En el consejo directivo de la organización están desde representantes del gobierno nacional y miembros de la Universidad Pedagógica tecnológica de Colombia (UPTC), hasta los directivos de la Federación Nacional de Esmeraldas (FEDESMERALDAS). La organización busca mantener ese acuerdo ya de décadas.
Don Jorge dice que a la paz nadie le puso trabas porque los muertos ya no se iban a parar. «La paz es para los que están vivos».
La pobreza del conflicto
La Mina de la Paz, de Esmeracol, es una veta que hace seis meses no da ni una esmeralda. Es un entresijo de salas construidas dentro de una de las peñas de Coscuez, adornada cada tantos kilómetros por grietas y paredes manchadas del brillo blanco y reluciente del cuarzo. Su piso es una quebrada lodosa que da a la rivera de la montaña.
Jorge García es un joven de 22 años, amigo del administrador de la mina. Dice que a él le gustaría ser piquero para encontrar una esmeralda grande. Él trabaja en turnos de nueve a diez horas sacando vagones repletos de tierra. Duerme junto a la mayoría de los trabajadores en unas habitaciones conjuntas y come con ellos en un comedor comunitario. Los fines de semana, cada quince días, va a visitar a sus papás a Chiquinquirá. Y gana un sueldo mínimo. «Ahora lo que hay es pobreza, miseria».
A unos kilómetros de la mina queda El Chacaro, el lugar de comercialización de la esmeralda. Para llegar allá se atraviesa una carretera empinada y en mal estado, solo transitable en carros con doble tracción. El lugar es una planicie en medio de la montaña, escoltado por toldos de comida y ranchos de madera. Al fondo, cubierta por la neblina, se ven las dos montañas míticas de Fura y Tena.
A lo largo del camino hay casas pobres, niños desnutridos y mineros viejos cubiertos de tierra; sin embargo, en Chacaro, el ambiente es de fiesta. Ahí se reúnen comerciantes de esmeraldas,mineros, barequeros y uno que otro duro. Apenas son unas decenas, antes eran miles. Antes, en los peores años de la guerra y los mejores de la producción minera, movían con retroexcavadora la tierra y la echaban por la quebrada. Y eran miles de personas que salían a echar pala, lavar y sacar esmeralda. Había vetas que duraban seis meses continuos sacando tuladas.
«También había mucha gente armada, mucha borrachera. Uno tenía que cuidarse si encontraba esmeraldas. Era normal ver niños con cadenas de oro y las pistolas colgándoles de las pantalonetas, así como en el Viejo Oeste», cuenta un guaquero.
Ahora es más bien un lugar tranquilo, invadido de música norteña y pequeñas esmeraldas envueltas en papel periódico. Un guaquero esquelético, al que le dicen Media Libra, comenta que el ambiente es muy distinto al de la supuesta nueva guerra verde: «Después del acuerdo, esto es un remanso de paz, nadie quiere violencia. Ya se puede salir a trabajar y a tomarse una cerveza sin miedo a que a uno lo maten».
Don Jorge dice que todavía hay algunos problemas, pero que ya no entre la gente. Los líos son por allá, entre los dueños de las minas: «Ha habido muertos por manejo de plata, pero eso es en otros lados. Guerras verdes ya no va a haber. La gente dice que gracias a Dios estamos en paz, así haya pobreza».
A Roberto Fernández le dicen el Peluco. Además de comerciante y guaquero, es peluquero. Lleva una cadena de oro y carga una lupa en sus bolsillos para revisar la pureza de las esmeraldas. «El problema es ahora social, mucha gente que nos vinimos a trabajar de las esmeraldas y se escasearon, pero acá nos quedamos. Ahora donde usted vaya hay pobreza, viejos llenos de chinitos, ranchos llenos de gorgojos y no hay otro proyecto aparte de la mina. Hay gente que no saca una chispa de 1.000 pesos en meses».
A Peluco le brillan los ojos cuando habla de la esmeralda. Dice que él no va a dejar de buscar, que lo ha intentado, pero siempre termina volviendo. En esa plaza están sus amigos y sus enemigos, su historia y su presente. Cuenta Peluco que desde hace meses no encuentra nada bueno, apenas un par de esmeraldas de bajo valor que ha cambiado por mercados de comida. Pero no pierde la esperanza. «En la vida nada es fácil. La esmeralda todos la buscan pero no todos la encuentran. Pero esa es la razón de ser, todos no podemos ser ricos. Porque todos con plata, ¿quién cocina?».
La paz en el occidente de Boyacá ha sido un camino destapado, rodeado de abismos. La baja en la producción de la esmeralda hizo que por un tiempo esos pueblos se volvieran pueblos cocaleros. La plata de la coca fue legalizada en las esmeraldas y algunos de sus líderes, como Pedro Orejas, cuñado del fallecido alias Cuchillo, comandante del ERPAC (una banda criminal de los Llanos), y Yesid Nieto, asesinado en Honduras, se enfrascaron en disputas que han tenido alguna resonancia en medios. Pero aún eso está lejos de ser una nueva guerra verde.
Desde la misma sociedad civil y ante el temor de que volviera la violencia, se impulsó una estrategia de erradicación de cultivos ilícitos. Los campesinos que antes sembraban la coca se encargaron de arrancar las matas de sus tierras. Otanche se convirtió en el mayor proveedor de erradicadores del país, con más de 1.000 trabajadores combatiendo el narcotráfico en varias regiones.
Don Jorge, sentado en una pequeña sala de un lugar que se llama Museo de la Esmeralda, cerca a la Plaza de Santa Bárbara, donde sufrió el atentado, habla sobre la paz. En el lugar hay estatuas talladas en piedra, cuadros de caballos de paso fino, fotos de los patrones ya muertos, pequeñas piedras verdes y armas oxidadas. Él asegura que la paz en el occidente de Boyacá no es relativa, es una paz verdadera. Incluso afirma que el resto del país aprendería mucho de su historia. «El diálogo, el intercambio de comunicación es lo más básico para solucionar los conflictos. Y eso es lo que ha hecho falta en el país: que se escuchen».
Detrás de él cuelga un letrero blanco con letras rojas: «Acá las armas son historia».