Por: David González M.
En Berlín se puede literalmente pisar una reliquia histórica. Los pisos de las calles tienen placas con nombres de judíos que murieron en el holocausto, los grafitis de los muros cuentan la historia de la dictadura comunista de la Alemania del Este y los archivos secretos de la policía de la extinta República Democrática Alemana –RDA– ya no son secretos, son documentos públicos de consulta.
Existe una cultura de la memoria. Y cada persona parece guardar un fragmento de pasado que cuenta, incluso quizás a regañadientes. ¿Pero desde dónde se escribió esa historia? ¿Qué lecciones puede aprender de esta Colombia, un país que apenas empieza a construir la propia?
Tom Koeings es parlamentario del partido Alemán Los Verdes, expresidente de la Comisión de Derechos Humanos y Ayuda Humanitaria del Parlamento y además una víctima. Su papá fue un soldado nazi que desertó en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial y fue asesinado por eso en el jardín de su casa.
Dice que la cultura de la memoria empezó tarde en Alemania. Tuvieron que pasar casi 50 años y fueron aquellos que nacieron después de la guerra quienes tuvieron el valor de contarla. «Hay debates sobre el olvido y el silencio, pero la memoria viene de las víctimas. Si no hay impulso de ellos, los demás prefieren silenciar».
La primera dictadura
¿Cómo no pensar en silenciar tanto horror? La Segunda Guerra Mundial, la del Partido Nacional Socialista que creía en la superioridad de la raza aria, la de Hitler y las cámara de gas, la más terrible en la historia de la humanidad, dejó cerca de 11 millones de muertos según cifras oficiales del gobierno alemán.
El cine, el arte, el cómic, la literatura, todos los relatos posibles han retratado el horror del Holocausto. Los alemanes, en un acto de valor, decidieron conservar los sitios donde ocurrieron tantos crímenes y abrir al público esos lugares de la memoria. Uno de ellos es el campo de concentración de Sachsenhausen.
Este monumento del horror fue primero una fábrica de cerveza. En 1933, cuando los Nazis estaban en el poder, lo convirtieron en un campo de trabajo forzado donde obligaron a sus oponentes políticos a hacer ladrillos. Un año después, cuando tenían 3.000 presos, decidieron que necesitaban hacer infraestructuras más amplias. En 1945 el campo de concentración era ya de 388 hectáreas. El promedio de vida de un prisionero en este infierno era de seis a ocho semanas, según datos del Monumento Conmemorativo y Museo de Sachsenhausen.
En este lugar murieron 32.000 personas. En resumen, es un inmenso y frío cementerio sin cuerpos convertido ahora en un museo lleno de turistas. Horst Seferens, a cargo de los proyectos pedagógicos del sitio conmemorativo, dice que es un espacio para aprender, no para hacer turismo oscuro. «Acá se aprende de la historia, pero sobre todo se conmemora a las víctimas. Tenemos 80.000 visitas turísticas privadas, pero los guías están obligados a formarse en nuestros cursos. Los guías deben hacer pedagogía de la memoria, se vive y se reflexiona sobre lo que fue este lugar».
Seferens cuenta que en la reconstrucción del lugar han tenido la asesoría de víctimas que insisten en la importancia de ser recordados. También relata que en un momento el lugar fue blanco de ataques por parte de Neonazis y personas que niegan el Holocausto. Es inevitable, el olvido es una amenaza que crece con el tiempo.
Al respecto, dice Seferens: «Las nuevas generaciones tendrán nuevas preguntas, por eso la memoria siempre nos mantendrá ocupados».
La segunda dictadura
Como si no hubiera sido suficiente con los horrores de la Segunda Guerra Mundial, Alemania fue dividida en dos luego de la derrota Nazi. La parte oriental fue ocupada por los rusos y allí fue instaurada un dura dictadura comunista que fundó la República Democrática Alemana o RDA.
El 13 de agosto de 1961, sus dirigentes construyeron el famoso muro que dividió a Berlín en dos. A lo largo de esa frontera pusieron alambradas, puestos de policía con orden de matar y minaron con explosivos sus suelos. La idea: que nadie escapara. El país era una prisión para sus cerca de 16 millones de habitantes. Y para completar, montaron una poderosa infraestructura de control a sus propios ciudadanos de cerca de 180.000 espías –miembros de la Stasi– según datos del ahora Museo Stasi Berlín.
Jorg Drieselmann creció en ese Estado totalitario que ejercía un control absoluto sobre la vida privada de sus ciudadanos. A sus 20 años llegó a ser un funcionario de alto rango en el partido único socialista. «Al Estado no le interesaba que se creyera en los ideales, sí que se sometieran. Asegurar el poder presupone dominar el comportamiento de sus ciudadanos. Esto no era difícil en un país donde el 95.8% de su población activa trabajaba en empresas que pertenecían al partido».
Drieselmann descubrió la música de Jimmy Hendrix y Deep Purple en los setenta, descubrió que quería tener el pelo largo y viajar hasta San Francisco en un bus lleno de flores. Todo eso desde luego estaba prohibido. Empezó a sacar panfletos sobre libertad. Y un día cualquiera fue capturado por la Stasi. Le vendaron los ojos y lo llevaron a una cárcel perdida en el mapa donde pasó los siguientes tres años de su vida. Hasta que la Alemania Federal, la Alemania del Este, en un pacto de compra de prisioneros políticos, se lo llevó en septiembre de 1976.
En Alemania Federal estudió comunicaciones y decidió que se volvería un activista de los Derechos Humanos. «Como pueblos nos entendemos desde el pasado y eso es parte de los debates. Yo entiendo la memoria como la historia de Tomás, el apóstol incrédulo que necesitaba meter el dedo en la llaga para probar que estaba frente a Jesús. Los artefactos históricos son el dedo en la llaga, es la forma de saber que lo que pasó, en efecto pasó».
Cuenta que luego de la caída del muro de Berlín, cuándo se hicieron públicos los kilómetros de documentos secretos de la Stasi, muchas familias y amistades se rompieron. «Hijos se enteraron de que sus papás fueron quienes los denunciaron; otros, que su mejor amigo fue la persona que los traicionó. Yo particularmente descubrí cuán detalladamente había sido registrada mi vida. Esto fue necesario. Para mucha gente fue un alivio ver quiénes y por qué los habían espiado. Era una forma de hacer la paz con el pasado».
El valor de recordar desde las víctimas
Michael Sntheimer es uno de los periodistas e historiadores más importantes del semanario Der Spiegel. Ahora trabaja desentrañando los cerca de 1.7 millones de documentos del espía americano Snowden hoy refugiado en Rusia. «Para la generación después de la guerra fue muy difícil hablar de eso, era gente que había participado en el nazismo de alguna forma. De repente descubrieron los horrores del holocausto y les sobrevino un sentimiento de vergüenza. Se necesita tiempo para poder hablar de lo que sucedió».
Michael Parak del Instituto de Cultura contra el Olvido y por la Democracia, una organización no gubernamental alemana, cuenta que el olvido en algún momento también fue una opción. Fue una decisión difícil. «En un punto de la historia estábamos en una entrecrucijada: ¿Qué hacemos con el hecho de que hubo dos dictaduras? ¿Desde qué parte de Alemania se mirará lo que sucedió?».
Explica que en los 50 había voces que pedían que se olvidara todo, voces que reconocían que la guerra fue horrible pero urgían por construir sin recordar. Mucho tiempo después, las víctimas empezaron a insistir: ¡recordemos!
«Estoy en contra de decir que todos fuimos víctimas. No es así. Existen causas, métodos, hubo quienes fueron autores, quienes fueron participantes. Hay que mostrar las historias de quienes colaboraron, de quienes participaron. De cómo pudo suceder que personas educadas permitieran esas atrocidades».
Parak dice que una lección importante es el trabajo de la memoria desde los textos escolares. «Esto tan difícil se enseña en Alemania desde la escuela. Ha habido un cambio en la forma de representar la historia, ya no es una mera descripción. Si no que se trata de incluir la vida cotidiana, de representar las historias más pequeñas, el relato humano del pasado que puede tener puntos de conexión con el presente».
La experiencia alemana muestra cuál puede ser ese punto de partida. El parlamentario Koeings, que conoce de cerca Latinoamérica, explica: «En un conflicto de 50 años como el colombiano, habrá víctimas de todo lado pero hay que identificarlas, estar con ellas y desde ahí hacer el ejercicio de memoria».
Ciertamente en Colombia, un país de 220.000 muertos, según el informe Basta Ya del Centro de Memoria Histórica, y donde la cifra de víctimas sobrepasa los 7 millones de personas, el camino desde donde se debe recordar se encuentra tristemente cimentado. La pregunta será si tendremos el valor para mirarnos en el reflejo oscuro del horror de nuestra propia guerra.
Una pregunta cuya respuesta ya no da más tiempo de espera.