Por: Mariángela Urbina Castilla
«¿Quién me acompaña?», preguntó Santiago García, fundador del Teatro La Candelaria y uno de los directores más influyentes en la historia del teatro nacional. Lo hizo en el lanzamiento de la obra Galileo Galilei. Había tomado la decisión de renunciar a la dirección del grupo de teatro de la Universidad Nacional por censura. Él había escrito un artículo sobre la responsabilidad social que tienen científicos y artistas, algo que no gustó a las directivas universitarias. García tenía la convicción de formar un teatro independiente en Colombia. Ese era el momento y Patricia lo sabía.
Patricia Ariza fue la primera en levantar la mano. Corrió tras de él a los 18 años porque también era su sueño. A partir de ese momento y hasta hoy carga sobre sus hombros con todo el peso del Teatro La Candelaria, el primero en ser independiente, el que abrió las puertas al mundo artístico teatral en Bogotá y el que se ha comprometido desde su fundación con la transformación social del país. No importa si casi los echan de la casa de ensayos en 1967 por falta de plata. No importa si tenían que invitar indigentes para que se llenara la sala, porque antes de ellos el teatro no tenían tanta fuerza en Colombia.
No importa nada porque desde que se presentó Guadalupe años sin cuenta en 1975, la obra de teatro más vista del siglo XX en Colombia—una pieza de construcción colectiva que narra la historia de las guerrillas liberales en el país—todos los esfuerzos valen la pena.
¿En qué piensa cuando le dicen ‘Guadalupe años sin cuenta?
Me acuerdo de todo, de la investigación con la asesoría de Arturo Alape, de las canciones, de las improvisaciones. Pero sobre todo, me acuerdo de las funciones. Fueron cientos a lo largo y ancho de Colombia y del mundo. Yo hice varios papeles: una testigo, una dama liberal, una lavandera. Lo más importante es que con esa obra nos consolidamos como grupo y ganamos mucho público que, todavía hoy, nos acompaña.
¿Cómo terminó involucrada en el cuento de los derechos humanos en Colombia?
Empiezo pensando sobre todo en los derechos culturales, en la reparación simbólica. Lo he hecho siempre, pero sobre todo después del genocidio de la Unión Patriótica. Lo he hecho con Jahel Quiroga, una mujer maravillosa que siempre ha contado con el arte para la dignificación de las víctimas. Con ella llevo muchos años trabajando. Y lo hago porque con las víctimas he aprendido a convertir el dolor en fuerza, en canciones, en poemas. A entender la necesidad del relato.
¿Cómo es eso del relato para construir memoria nacional?
Este país necesita como nunca y como ningún otro del relato nacional. Si no relatamos todo lo que nos ha pasado, de lo que nos está pasando, no saldremos de esta historia. Tenemos un relato distorsionado, fragmentado y sesgado, muchas veces desde la mirada de los propios victimarios. Basta ver algunas telenovelas donde resignifican a los héroes como victimarios. Por eso me ha marcado el trabajo con las víctimas y con actrices simultáneamente. Una de ellas, una de las madres de Soacha, me dijo: «El dolor en la creación, al principio, es como cargar un piano a la espalda, luego es como colocar el piano cerca y, ahora, es como haberlo aprendido a tocar».
¿Cómo ha sido el proceso creativo con las madres de Soacha?
Llevamos varios años trabajando con ellas. El proceso ha sido una permuta de saberes. Ellas se saben el relato y nosotros buscamos el camino del relato. El proceso es una reparación personal y social.
¿El teatro si sirve para construir la paz o es puro cuento?
Sí, sirve, porque ayuda a transformar la percepción de los espectadores. Ahora, por ejemplo, sería tan valioso que en esta posibilidad de cambio en la que estamos se cantara, se contara y se escribiera de manera masiva. A veces pienso que la paz no va a ser tan rápida porque no se canta lo suficiente. Es poco lo que los políticos creen en el canto. Siempre prefieren la publicidad y eso es tan instrumental…
A pesar de todas las dificultades que tienen los defensores de derechos humanos en Colombia, ¿usted por qué persiste?
Porque tengo derecho. Tengo el derecho humano a persistir, a insistir y existir como artista.
A comienzos de septiembre de 2014 el Congreso de la República la galardonó con el premio Defensores, que reconoce la labor de quienes trabajan por los derechos humanos y, de alguna manera, sacó a Ariza de esa nube gris del anonimato en Colombia. ¿Ese premio para qué le sirvió?
Me sentí muy gratificada, es un privilegio pero también una responsabilidad. Quiero defender el derecho a la paz, a crear, a ser de izquierda. Poner a conversar con otras y otros sin estigmatización, pero es que estamos muy atrasados todavía. ¡Qué vaina!
Y bueno, ya a sus 68, después de tanto esfuerzo, ¿planea jubilarse, cerrar el telón?
Definitivamente no. Nunca me jubilaré.