Por: Esteban Montaño

 

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Cualquier persona con un mínimo conocimiento sobre la escena del arte urbano caleño sabe quién es Alberto Velasco. Este hombre de voz aguda, acento marcadamente valluno y manos inquietas, ha dedicado los últimos 15 años de su vida a generar transformaciones sociales a través del muralismo y el grafiti. Ha sido tanta su perseverancia, que no hay protesta, minga o movilización popular en esta zona del país a la que no lo inviten para que se tome las paredes. Y aunque tiene un innegable talento para el dibujo, Velasco dice que su mayor virtud es sumar voluntades para un propósito común.

 

Por citar solo un ejemplo, Velasco fue el responsable de haber reunido cerca de 200 personas para cambiarle la cara a Toribío, el pueblo más azotado por las Farc en toda su historia. Desde 1979, este municipio enclavado en las montañas del norte del Cauca ha sufrido más de 600 hostigamientos y esta guerrilla se lo ha tomado un centenar de veces. Como resultado, en el casco urbano de Toribío se encuentran varias casas destruidas que se han convertido en trincheras desde las que la Policía responde a los continuos ataques.

 

Este paisaje de desolación cambió radicalmente en octubre de 2013. Durante una semana, 40 artistas de Italia, México, Ecuador y varias ciudades de Colombia pintaron más de 130 murales alusivos a los mitos de los indígenas Nasa y a su lucha por resistir a una guerra que se ha ensañado contra ellos. Velasco cuenta que los policías querían impedirles que pintaran sus trincheras, pero cuando vieron a los niños del pueblo decididos a intervenir esos espacios empezaron a retroceder. “Lo que no habían logrado los guerrilleros con las balas lo hicimos nosotros con nuestras herramientas”, dice Velasco emocionado.

 

Este es el cambio que él quiere generar a través del arte. Ese que le trae de regreso a su mente las sensaciones que experimentó cuando, siendo apenas un niño, su padrastro lo llevó a que observara cómo pintaba sobre una pared una mano con los colores de la bandera de Estados Unidos, la cual apretaba al mundo hasta hacerlo sangrar. Se llamaba Gerardo y pertenecía a la guerrilla del M-19. Eran los comienzos de los años ochenta y vivían en el distrito de Aguablanca, uno de los sectores más empobrecidos de la capital del Valle del Cauca. Velasco recuerda que en su casa faltaba la comida, pero no los libros.

 

Gerardo le enseñó a leer, a dibujar y a preparar el café. Le transmitió su sensibilidad social y se convirtió en su maestro, hasta que lo mataron en un combate con el Ejército y a Velasco le tocó independizarse a las malas. A los trece años ya vivía solo y trabajaba de noche como vigilante de cuadra en un barrio del norte de la ciudad. No pudo seguir pintando, entre otras razones porque la represión de esos años fue tan sangrienta que, según él, los muros que antes estaban llenos de denuncias y mensajes de repente se volvieron blancos. La violencia silenció el arte popular.

 

Entonces decidió olvidarse de sus raíces y convertirse en “un empleado ejemplar”, como él mismo dice en tono sarcástico. Aunque nunca pasó por un colegio o una universidad, tuvo el talento y la disciplina suficientes para desempeñar cargos importantes en Almacenes Éxito y en Pepsi. Montó su propia empresa de tecnología y alcanzó a disfrutar de las comodidades que se pueden adquirir con un buen sueldo. A sus 27 años estaba en el apogeo de su carrera. Se enamoró y embarazó a su esposa. Y ese fue el origen de un nuevo cambio en su vida. Cuando iba a nacer su primer hijo se le revolvió todo el pasado y salieron a flote esas inquietudes que había enterrado por miedo y por comodidad. “Me pregunté si ese era el mundo que yo quería dejarle a Jacobo y llegué a la conclusión de que él merecía algo mejor”, explica Velasco.

 

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Ahí fue cuando le dio un vuelco a su vida y decidió defender los ideales que Gerardo le había inculcado. Ha sido una lucha con pinceles y tarros de pintura. Empezó a ir más seguido a la Universidad del Valle y a meterse en cuanta protesta se organizaba por esos días en ese lugar. Sacó provecho de sus conocimientos artísticos para proponer nuevas formas de expresión. También influyeron los ocho años de Uribe. “Durante esos dos gobiernos aumentó la estigmatización a los movimientos sociales. Casi que a diario surgía un nuevo motivo para movilizarnos”, dice Velasco.

 

Entonces pintaban un mural en el barrio donde vivía el desaparecido, o para exigir justicia por el asesinato de los sindicalistas, o para protestar porque la empresa multinacional quería privatizar un río, o para recordar a las víctimas de la última masacre paramilitar. “Mucha gente me pregunta que de dónde saco plata para hacer esto, que yo de qué vivo. Y mi respuesta es la siguiente: la gran mayoría de las veces la misma comunidad es la que aporta todo lo que necesitamos: pinturas, pinceles, paredes y corazón, mucho corazón, eso todo lo que necesitamos, el resto va llegando”.

 

Para Velasco no se trata de saber sino de querer, porque hacer un mural es un acto político que significa apropiarse de un espacio particular. Y para lograr eso que parece tan sencillo, se necesita la participación de muchas personas, desde el que pone las pinturas hasta el que prepara la comida. “Cuando uno logra mover todas esas voluntades –dice-, no solo se generan relaciones de gratitud, hermandad y solidaridad. La gente también se da cuenta de que puede hacer las cosas por sí misma y que tiene que aprovechar todos los recursos con los que cuenta”.

 

Así, la pintura se convierte en una disculpa para reunir a las personas y sacar lo mejor que hay en ellas. Disculpas como la de los próximos días en el Cauca, cuando se reuna con otros colegas alrededor de una minga de muralistas, o la de Cali, donde tiene planeado pintar fachadas de un barrio para salvar de la contaminación al río Pance.

 

Gracias a este tipo de actividades, insiste, la gente recupera el dominio sobre sus territorios. De paso se genera una actitud de resistencia que confronta al paternalismo que cree que el Estado es el único que puede solucionar los problemas de una comunidad. Y todos estos hechos bastan para que Alberto Velasco sienta que el haber abandonado una vida de comodidades y apostarlo todo por el arte popular haya valido la pena.

 

El hombre de los murales

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1943
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