Por: Ana Karina Delgado
«Esta es la tierra nuestra, aquí nació la bisabuela de mi bisabuela,
aquí nos parieron, aquí parimos».
Carmen Epinayú Urinana.
Es noche cerrada en un paraje lejano de la Alta Guajira, extremo norte de Colombia. Suena el viento rompiendo contra los techos de yotojoro (el corazón seco del cactus) y a lo lejos se escucha el bramido alargado y triste de un burro. Si se fija la mirada con atención, más allá de los palos de la enramada se ve un cielo atestado de estrellas, y más abajo, a ras de suelo, se divisan a lo lejos grandes halos blancos que se desplazan. Cada vez el halo se hace más pequeño y el círculo de luz en el centro se va definiendo. Más cerca, más rápido. Una luz viene del oriente, otras dos de abajo, como si subieran desde el viejo puerto. Las luces vienen de las motos, motos como casi todas las de la zona, fuertes, rápidas, algunas incluso increíblemente nuevas, sin placas y a lo más algún sticker con la bandera tricolor que bien podría ser colombiana, si debajo, en letras grandes y rojas no dijera «socialista».
Estas motos no están solo para transportar pasajeros, para llevar de aquí para allá variada mercancía; según algunos, las motos siguen cargando, como hace tiempo, drogas, llevan objetos robados, turistas secuestrados. Pero estas que se intuyen entre los cardones, que rondan la ranchería en medio de la noche, parecen tener otro fin. Los que en medio de la noche todavía andan por la ranchería al ver las luces, al sentirlas, se paran derechos y aguzan el oído, con los ojos siguen su recorrido sin musitar palabra; se ven como si no le temieran a nada. Otras veces, los mismos gestos parecen delatar que el intento de infundir terror hace mella.
Una de las mujeres que vive en la enramada de la comunidad, mientras cocina guineos para el desayuno, cuenta que soñó que ella, tía Carmen y tía Meme iban a visitar el cementerio, ese mismo que en los días aquellos terminó profanado. Dice que las tres caminaban tranquilas cuando de pronto una bandada de aves negras, como murciélagos enormes, apareció y empezó a perseguirlas como si fueran su presa. Un hombre corpulento y casi blanco como un alijuna (el no indígena, el extranjero), cuenta al oírla que también tuvo sueños oscuros, soñó que la esposa de un tío estaba en una cocina, de esas construidas con cardones para cortar el viento, estaba guisando carne, revolvía el guisado y servía en platos. Él se acercó y ella le ofreció un poco, él, como es tan goloso, lo recibió y cuando estaba a punto de comerse un bocado, despertó violentamente recordando que esa tía suya llevaba ya años muerta.
—Por aquí como que camina el diablo –dijo una de las mujeres de la ranchería. Y lo dijo no solo por las motos aquellas que los rondan en silencio, también por las peleas de los niños que terminaba en peleas de adultos, porque el regresar después de un poco más de una década implica retos descomunales, amenazas que pululan, desafíos para la valentía de un pueblo que aun hoy, más de un década después del desplazamiento, lucha por conocer la verdad, por recuperar su tierra y sus vidas. Un pueblo que lucha por volver a Bahía Portete.
Lo que pasó aquí no puede repetirse
Portete quedó deshabitada hace casi 11 años, sus casas fueron saqueadas y quemadas, los chivos abandonados y las hogueras aún prendidas mientras su gente huía por la sierra o por el candente desierto de arena y sal. Unos se escondieron en los manglares o entre los cardones y luego llegaron como bien pudieron a Puerto Nuevo o a Media Luna, al otro lado de la misma bahía. La gente en masa cruzó la frontera para ir en busca de ayuda a Venezuela, que también es tierra suya, tierra wayúu. Lo que ocasionó el éxodo masivo de un pueblo que desde La Colonia resistió la ocupación del territorio fue una masacre sin precedentes que descolocó a toda la comunidad y hoy sigue grabada en la memoria nacional. Fue una masacre que se dirigió exclusivamente contra una etnia y donde la agresión fue aplicada especialmente a las mujeres. Los wayúu son una comunidad que, es importante recordar, es matrilineal y donde la mujer no es solo un puente entre el mundo indígena y el alijuna, sino entre la vida y la muerte.
Ya por los 70 la Guajira había padecido una oleada de violencia a causa de la bonanza marimbera, y de nuevo a final de los 90 empieza otro ciclo oscuro a raíz de la llegada voraz del paramilitarismo. En 2002 se consolida el Frente Contrainsurgenica Wayúu (FCW), del bloque Norte de las AUC, y empieza su expansión para hacerse a zonas estratégicas como el puerto de Bahía Portete, un puerto natural de gran calado a su orilla y una ubicación estratégica que dificulta cualquier tipo de control de las autoridades ausentes para el momento; Portete ha sido siempre un lugar ideal para el ejercicio del contrabando. El FCW al parecer no era más que un eufemismo para justificar políticamente la existencia paramilitar en la zona.
—Cuál insurgencia wayúu, aquí cuál guerrilla. Por aquí no vienen. Llegan hasta Maicao porque aquí se mueren de sed y de hambre. Solo nosotros hemos sabido vivir aquí toda una vida –cuenta Carmen Epinayú Uriana
La masacre protagonizada por el FCW y algunos wuayúus locales se prolongó durante tres días, entre el 18 y el 20 de abril de 2004. Aunque hay varias versiones sobre las causas que desataron la masacre, tras investigaciones desarrolladas por el Grupo de Memoria Histórica de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (CNRR) se cree que el puerto había desatado una antigua disputa entre clanes por su control y el usufructo del mismo. El puerto no solo interesaba a la comunidad, interesaba al FWC. Por allí no solo entraban cajas de whiskey, televisores y chancletas: entraban armas y salía coca. Varios hechos se desperdigan desde los 70 para crear el caldo de cultivo que terminó en lo ocurrido aquel abril, un recorrido de muerte, tortura y saqueo.
Aunque el saldo de aquellos tres días es de seis víctimas, el informe del CNRR se refiere a un total de 12 que incluye a personas asesinadas antes y después de la masacre en estrecha relación con ella. Las 12 victimas pertenecen a los clanes Epinayú y Uriana. Varios integrantes de la comunidad aseguran que el número de muertos y desaparecidos es mucho mayor, pero no puede precisarse pues la política descentralizada de la organización del pueblo Wayúu impide que un clan denuncie los muertos de otro.
Hay múltiples versiones sobre la masacre. Sobresalen las registradas por Justicia y Paz y la justicia ordinaria a los retenidos a los largo de estos 11 años, además están las voces de quienes presenciaron desde distintos ángulos la masacre. En ellas, la mención a varios asuntos suele repetirse: asesinatos y amenazas por denuncias de existencia de paramilitares en la zona; el asesinato de dos policías de aduanas en Puerto Nuevo, en la tienda que tenía la familia Fince que, al parecer fue testigo, del hecho; el robo de un cargamento de coca; una emboscada a los paramilitares y, por supuesto, la omnipresente disputa por el usufructo del puerto. A esto se suma la inoperancia de las autoridades para detener a los paramilitares e, incluso, su participación en los hechos (según varias investigaciones judiciales y del CNRR, un sargento del Batallón Cartagena transportó a los paras hasta la Alta Guajira).
Lo que sin duda subyace en la cadena de violencia que llegó a su cenit en abril del 2004 es la campaña de expansión paramilitar que, aprovechando un legado de violencia y disputas entre los wayúu, escribió un capitulo oscuro en la historia de este pueblo.
Y nos tocó salir corriendo con lo que llevábamos puesto
En cuclillas frente a una pequeña montaña de blanco pobre, el pescado más común de la región, Carmen, un mujer de párpados pesados y caminar lento, parece vigilar que las mujeres de la siguiente generación realicen las tareas como ella y su generación lo harían; en cada indicación parece temer que la década fuera de casa haya conseguido minar todos sus saberes, todas sus costumbres.
Con su voz apaciguada cuenta historias, cada evento cotidiano trae a su cabeza una historia de antes, de otro tiempo que hábilmente se entremezcla con algún pasaje bíblico con maravillosas modificaciones. Cuando recuerda la huida de hace ya casi 11 años, la historia del se hilvana con David y Goliat.
—Eso pasó por allá al interior del mundo.Pero esas cosas siempre han pasado en todos lados, las guerras son viejas, siempre ha habido guerras –dice mientras retoma la historia del pastor y su honda.
Cuando en wayúu y español se empieza a rumorear, a hablar de las motos y los incidentes que se han sucedido uno tras otro desde el inicio del retorno, solo un par de meses atrás, una fecha aparece con el peso de una sentencia, 28 de enero de 2015. Según algunos, es la fecha límite que los que están en contra del retorno han puesto para que los clanes Uriana y Epinayú abandonen Portete.
—Dicen que son ellos o nosotros, pero que todos no nos vamos a quedar –dice uno mientras huye del sol bajo un camión parqueado. Aunque son otros rostros y otros mecanismos, parece que el terror una vez más se cerniera sobre la comunidad, pero Carmen, con ahínco, dice que ya no puede pasarles algo peor que lo que ya les pasó, que solo sería peor si la tierra se abriera y los engullera.
A diferencia de lo que se dijo en su momento, lo ocurrido en abril de 2004 no respondió a una guerra wayúu más. Según parámetros de justicia propia, una afrenta en la cultura wayúu puede solucionarse según un sistema de indemnización, pagos en metálico o en ganado, por ejemplo. Pero la masacre tuvo características muy especiales que impidieron el retorno del equilibrio de las formas tradicionales. En la masacre participaron como colaboradores y directamente en la planeación paisanos de la comunidad como Chema Bala, condenado en EE.UU., que para el momento tenía el control del puerto.
Con la participación de otros wayúu en la masacre se introdujeron rasgos inusuales, ya que Chema Bala y los suyos conocían los principios reguladores de la justicia y la ética en la guerra wayúu donde la mujer es un ser intocable. Con la tortura, el asesinato y la desaparición de mujeres que tenían un papel de liderazgo social y resistencia a la ocupación paramilitar, además del saqueo de lugares y objetos de gran valor cultural, la comunidad se desestabilizó, el tejido cultural colisionó y la intención de sembrar el terror y enviar un mensaje a los hombres de la comunidad surtió un efecto inmediato.
La comunidad huyó despavorida atravesando el desierto. A partir de entonces la vida dejó de ser lo que fue. Antes el tiempo se veía pasar bajo el abrazador sol pastoreando, pescando entre los manglares, o en la roza (la huerta) cultivando ahuyama, frijol y millo; bajo las enramadas tejiendo y narrando las historias de los abuelos, comerciando en los mercados cercanos, cantando camino al jawey en busca de agua, o de cacería tras los conejos que saltan entre los cardones. Durante poco más de una década la vida tuvo que acomodarse a las maneras de las ciudades, sus espacios, sus modos de supervivencia.
Sin lucha no hay nada
Mientras algunos luchaban con uñas y dientes para sobrevivir en un espacio tan ajeno del otro lado de la frontera con Venezuela, las embestidas del auge paramilitar y una tradición de resistencia propició el surgimiento de iniciativas organizativas y, de entre los escombros de Bahía Portete, un pequeño grupo de mujeres de la comunidad en el exilio empieza una lucha que ocuparía casi la totalidad de sus tiempos, que les valdría amenazas y atentados .
La organización Wayuu Munsurat, Mujeres Tejiendo Paz surgió en manos de Débora Barros Fince, su hermana Telemina, Carmen (madre de las dos) y otras mujeres de la comunidad hace 10 años para liderar el proceso judicial en búsqueda de verdad y reparación por la masacre de Bahía Portete.
Mientras con firmeza observa la gente que ha empezado a retornar reunida bajo la enramada, Débora recuerda: «La organización no solamente ha denunciado y visibilizado la masacre de Bahía Portete, ha visibilizado los hechos de violencia sexual contra las mujeres en el pueblo wayúu, visibilizado todo el tema de violación a los Derechos Humanos que se ha vivido en este territorio. Fue la primera organización en el departamento de la Guajira, y eso hay que resaltarlo, que denunció el paramilitarismo. Porque aquí ya estaba el paramilitarismo, pero la gente no decía nada, nosotros denunciamos a alias Pablo, que era el comandante de esta zona, y denunciamos todo lo que tenía que ver con Maicao. Nosotros denunciamos todo eso, nos costó mucho, nos costó amenazas, atentados. Yo puedo decir que soy una sobreviviente porque los resistí, porque mi Maleiwa, mi dios, quiere que esté viva para seguir luchando» .
Así no quieran, volvimos para quedarnos
Apostado en una pequeña loma frente a las salinas, desde donde pueden verse ruinas de casas esparcidas que alcanzan a ocultar allá abajo los restos de un viejo muelle en la bahía, Majito, hermano de los dos hombres muertos poco antes de la masacre y primo de Débora y Telemina, recuerda con la mirada fija en el horizonte: «Cuando yo era pelao, aquí no cabía un rancho y llegaban tres, cuatro barcos juntitos aquí, y como la bahía es así de profunda, pues llegaban hasta la orilla y rapidito se descargaba. Mi papá traía cerveza de Maicao y de Uribia y yo la repartía a las tiendas en un carrito que tenía», dice como si alcanzará a divisar los grandes barcos venidos desde otras latitudes:«Es que antes no había nada, ningún control marítimo y por eso se hacia todo eso tan facilito«. Allá abajo, en la solitaria playa de tierra endurecida hoy, cuando ya aquellos barcos no atracan en los muelles artesanales, se ven crecer aquí y allá tímidamente los manglares que antes habían desaparecido.
Si se camina por el territorio, casi siguiendo los pasos de los hombres del FCW, se ven todavía en pie construcciones que hoy parecen devoradas a pedazos, no hay techos, las paredes son retazos con grandes agujeros como mordiscos, el suelo es un cúmulo de escombros. En lo que fue la escuela aún se ve una pizarra que se tuesta al sol.
—Ahí al lado había otro salón, ellos lo tumbaron –dice una joven mujer que retorna hoy con su marido venezolano y sus hijos–. Lo que no destruyeron ellos, se lo fueron robando todos estos años mientras no estábamos.
Al lado, las ruinas del centro de salud conservan todavía algo del azul que coloreaba las paredes. Más allá está la vieja tienda de los Fince Uriana, donde mataron a dos hombres del clan. Sobre las paredes verdes de la casa de Rosa, otra victima de esos días, se ven dibujados los grafitis amenazantes que se hicieron tras la masacre: mujeres violadas, falos que se convierten en fusiles, nombres de las mujeres vivas y las asesinadas.
–Todo lo vamos a dejar ahí, como un museo, para no olvidar lo que nos pasó –dice la joven wayúu.
A poca distancia de estas ruinas, entre los caminos que solo ellos, sus originarios pobladores alcanzar a divisar entre la arena y los cardones, se levantan hoy poco a poco las casas de quienes retornan. «Así como la gente se fue, así regresó. El año entrante ya estará lleno de casitas, habrá pastoreo y pesca, porque nosotros siempre hemos sido luchadores, pero ahora estamos volviendo a empezar. Empezar de ceros en Maracaibo hace 10 años y ahora empezar de ceros otra vez aquí», dice Carmen mientras visita a las familias diseminadas por el desierto.
Por ahora está todo por hacerse, la vida por reconstruirse. Son alrededor de 50 familias que desde finales de noviembre del 2014 regresan a Portete, a retomar su territorio. Por ahora viven varias familias, hasta cinco o seis en un solo rancho, apilados bajo una enramada mientras van construyendo sus casa, mientras van haciéndose de las herramientas, de los materiales para volver a pescar, a pastorear, para tejer una vez más bajo el techo propio, en la propia tierra.
Y aun cuando, como dice Débora, «la apuesta de todos los que estamos aquí es algo diferente, es por el amor a nosotros mismos, amor a la familia, amor hacía los niños, amor hacía la tierra, amor hacia todo lo que tenemos alrededor», intereses de varios tipos siguen siendo poderoso móvil para que muchos se resistan a que la comunidad retorne. De un lado están aquellos que nunca se fueron, esos que hace más de una década se involucraron con los paras; de otro, un grupo de familiares de los retornados que, según dicen, durante el desplazamiento en Maracaibo «se dañaron» y empezaron a involucrarse en secuestros extorsivos y huyendo de la justicia venezolana volvieron a Portete, para desde aquí continuar con los negocios. También están otras familias que sin ser del territorio fueron ocupándolo y hoy quieren pelear por él.
«La pelea hoy ya no es por la Bahía, aquí ya casi no hay contrabando ni narcotráfico por la guardia de El Cerrejón y el barco del Cabo y la DIAN en Puerto Nuevo; ahora el negocio es por lo que va a traer el Gobierno», dice un hombre de la comunidad mientras siembra una cerca para lo que será una cancha de fútbol. Y con «lo que va a traer el Gobierno» no solo se refiere a los «beneficios» que la población que retorna debe recibir del Estado, se refiere también a las implicaciones laborales y económicas que esperan que venga con la reciente declaración de Parque Nacional Natural.
Desde el 2012 inició el proceso de consulta previa para la declaratoria de Parque Nacional que finalmente se llevó a cabo el pasado 20 de diciembre con la presencia de las autoridades de Parques y del mismo Presidente de la República. Carmen y otras mujeres de su edad recuerdan que el primer presidente, el único antes de Santos, en pisar este territorio fue Rojas Pinilla: «El general llegó montando a caballo desde Uribia, desde allá venía bebiendo chicha y poniendo a los soldados a repartir comida por toda la Alta Guajira, bebió chirrinche con mi papá y después se fue», dice con una sonrisa orgullosa.
La comunidad confía en que la declaratoria traerá consigo enormes y profundos beneficios: «Esa declaración garantiza que se detenga el tema del narcotráfico, que se convierta en una zona donde el Gobierno ponga los ojos, que va a haber trabajo para la comunidad como el tema de lo etno-turístico y que las mujeres puedan tejer, puedan vender sus mochilas, sus alimentos. Es una fuente también para mantener el retorno y mantendría también la pervivencia de lo que ancestralmente nuestros abuelos han cuidado, la tierra, el agua, la pesca, mantener todo eso, cuidar lo que a través de los años y siglos, los viejos han cuidado».
Mientras los paisanos, su familia, esperan por ella para que de inicio a una reunión como si de la matrona se tratara, Débora se permite dar una ojeada al futuro que merecen: «De ahora a unos cinco años, esto va a ser algo diferente, va a ser un territorio de paz, va a haber mucha prosperidad, va a haber colegio pa’ los niños, va a haber mucho cambio, va a haber otra mentalidad y va quedar como en la historia lo del narcotráfico… Todo eso dejó una consecuencia que fue la masacre y nosotros no queremos que eso se repita más.»
Con la calma a la que obliga el sopor producto del sofocante calor, una chica de cuatro hijos y mil historias tristes entre Colombia y Venezuela va rumiando el porvenir, imagina una enorme y bella enramada que alojará a los turistas que vendrán al Parque, los ve deteniendo las camionetas en medio de la polvareda que las llantas levanta.Parece que alcanza a verlos de pie frente a la enramada.Con cuidado deslizarán el puente de las gafas oscuras por la nariz y con ojos embelesados verán un gran letrero donde se leerá: Bienvenido al centro turístico Shia tü talapúinkat, que en español sería algo como: este es y fue siempre mi sueño.