Por: Mariángela Urbina Castilla
El aire allá se siente más puro, casi aséptico. En algún lugar de Cundinamarca, entre montañas y niebla, sobresale una especie de fuerte pintado de blanco que protege a 44 personas. Los muros guardan a excombatientes de las FARC y el ELN, los alejan del mundo, de afuera.
A pesar de que el fuerte es custodiado y administrado por el Ejército, no hay ni una sola arma. No se puede. Tampoco parece necesario. Si algo raro sucede, la guardia que vigilia la entrada se encarga de llamar al cuadrante de Policía más cercano. Los inquilinos de ese hogar, mujeres solteras o núcleos familiares de excombatientes, no quieren estar afuera. Salieron huyendo de la guerra y, si los descubren, el castigo es la muerte. Son «traidores» de la causa revolucionaria. Para ellos no hay perdón en la selva.
—Ojalá nos dieran más de 90 días –me dice Carmen, de 34 años. Hace dos meses se desmovilizó de las FARC y lo último que quiere es salir del hogar de paz que los cuida. Ella, su niño y su esposo se sienten a salvo allí.
Suena raro eso de ‘cuidarlos’ cuando, como dice Arturo*, el profesor que les da clases, «estos hombres son naturalmente distintos. Los entrenaron a ser fieras». Él les enseña lo que no saben, que es prácticamente todo: a leer y a escribir, a hacer sumas y restas. Para los más avanzados hay fraccionarios y ecuaciones. También tutorías de cómo portarse en una entrevista laboral o cómo abrir una cuenta bancaria. Para todos, eso sí, hay clase de sistemas y poesía. Porque, como dice el profe, él es un poeta que entendió con los desmovilizados que lo más simple es lo más sabio. «Trabajé muchos años como profesor universitario y hay que ver la apatía de esos pendejos de primer semestre… En cambio ellos aquí son atentos, con esos ojos ávidos de aprender», cuenta.
De vez en cuando, les lee lo que escribe:
«Para ustedes los cheques, los carros.
Para ustedes los radio teléfonos diminutos.
A mí déjenme el viento, la luz del sol.
La sombra de bosque y el grito de las bestias.»
—¿De dónde le salen todas esas palabras, profe? –le preguntan. Lo que él lee en los libros, ellos lo llevan en las manos.
Carmen dice que el profe tiene mucha paciencia, lo mismo que la profesora de su niño. «Él ha aprendido mucho con ella», comenta orgullosa. Lo único que le preocupa es el bendito CODA, un código del que hablan todos y que la convierte legalmente en desmovilizada y le da acceso a los beneficios. Distintas instituciones del Estado, como el Ministerio del Interior, la Fiscalía y la Defensoría del Pueblo, examinan el relato del desmovilizado y deben certificar si es cierto o falso. Ese papel es el CODA. Tan pronto se lo entregan, su vida como civil oficialmente empieza.
Y empieza después de 16 años en la guerra. «¿De qué vivíamos en la casa, niña? De la pobreza». Cultivaban si el clima ayudaba. También cargaban madera. Eran siete hermanos en Florencia, Caquetá, y la comida no alcanzaba. Por eso, cuando llegó un muchacho a ‘calentarle el oído’, cayó redondita. ‘Pensé que me iba a ir mejor él que en la casa, pero me fue más mal…». Quedó embarazada muy rápido, con el bebé abordo era mucho más difícil sobrevivir. Una noche, luego de una de las tantas palizas que le daba el marido, Carmen se fue a la guerrilla.
—Me voy con ustedes –les dijo a sus 19 años.
Le costaba bañarse, al principio, en un río lleno de hombres. Otros guerrilleros intentaban bajarle la pantaloneta y ella se quejaba con el comandante, que siempre la defendía. «En el frente mío inculcaban el respeto por las mujeres». La pusieron a ranchar (cocinar), a hacer guardia, a cargar fusiles y coca. En el proceso se enamoró de un miliciano y tuvo otro niño. Aprendió algo de primeros auxilios «porque en la guerrilla también enseñan cosas». Hasta que enfermó y se convirtió en un estorbo. «Cuando uno se enferma en la guerrilla ya no sirve», recuerda Carmen desde una de las habitaciones de la casa donde ahora vive transitoriamente.
Hogares de paso, hogares de paz
En total, en Colombia existen cinco hogares de paz ubicados en zonas rurales del país que tienen cupo para hospedar 298 personas. Entre 1997 y el 2002 se llamaban ‘hogares de paso’ y eran administrados por el Ministerio del Interior. Según el coronel Javier Toscano, responsable de la estrategia humanitaria del Ministerio de Defensa, «los primeros pinos no fueron muy exitosos, más bien problemáticos». Los hogares quedaban dentro de las ciudades en barrios residenciales como Teusaquillo o Ciudad Bolívar en Bogotá. Ese hecho generó polémica y por eso en 2012 el Estado le otorgó la potestad al Ministerio de Defensa.
Según dice José William Londoño , antiguo militar y supervisor de uno de los hogares de paz, estos lugares son singulares en el mundo. Además de realizar desmovilizaciones de manera individual dentro del conflicto, Colombia es el único país en el que estas estrategias son lideradas por un ente armado. Usualmente son organismos imparciales (como las ONG o países ajenos a las guerras) quienes se encargan; aquí es el mismo Ejército el responsable. «Mire, yo estaba hace unos meses dándoles plomo. Y ahora estoy de este lado, recibiéndolos con abrazos», afirma Toscano.
«Nos decían que el Ejército nos volaba los dedos, que nos montaba en los helicópteros y luego nos lanzaba. Que abusaban de uno y todo eso», dice Mariela, excomandante de escuadra de las FARC en Antioquia. «Eso era cierto, es que ellos cambiaron. Yo sí supe de unas muchachas que se desmovilizaron y las cogieron a violarlas. Por eso era el miedo de uno a desmovilizarse».
Ahora la ley, a través del decreto 128 de 2003 y el 395 de 2007, dice que cualquier ente del Estado que reciba a un guerrillero que quiera desmovilizarse –en teoría ya no hay autodefensas–, debe acogerlo y auxiliarlo: entregarle un kit de aseo, un kit de ropa y proporcionarle una revisión médica inmediata. Después de eso, la institución se comunica con Bogotá e inmediatamente le asignan un hogar de paz que no quede cerca, por su seguridad, a la zona donde decidió entregarse.
En menos de 15 días ya debe estar allí, con su núcleo familiar si lo tiene. Al pisar la casa le entregan 600.000 pesos en un bono para comprar ropa, lo mismo para su pareja, y 415.000 pesos para los hijos. También 7.500 pesos diarios que puede ahorrar, pues no gasta en alimentación. Toscano calcula que un desmovilizado cuesta dos millones de pesos diarios al Estado colombiano. A pesar de las críticas que ese hecho genera, se pregunta: «6.251 personas se han desmovilizado en el gobierno Santos. ¿Se imagina que hubieran sido 6.200 muertos?».
Sin embargo, cuando Carmen se entregó, no contó con esos beneficios. «Al llegar aquí fue que me enteré por otros compañeros que a uno tenían que darle todo eso».
Si colaboran brindando información o jalando a antiguos compañeros, los desmovilizados podrían recibir sumas que van desde un millón hasta 300 millones de pesos. «El problema es que cuando yo salí me vine sin nada. Ni celular ni nada. Eso mismito le pasa a casi todos. Eso de que uno se traiga a otros no es así como así», afirma Camila, quien ingresó a las FARC a los 14 años porque siempre le pareció bonito el uniforme y le gustaron las armas. Fue la única de su familia que terminó en la guerra. «A mis papás nunca les gustó eso. A mí me criaron muy bien, me enseñaron a ser muy educada. Mi mamá sufría mucho de saber que yo estaba allá y por eso me volé».
Esa educación de la que habla Camila es utilizada por el ejército para garantizar el orden del hogar. «Casi todos ellos son población campesina y son fáciles de moldear», afirma Clara, la psicóloga. Ella, al igual que el profesor Arturo, siente que su vida cobró sentido una vez empezó a trabajar allí.
—Usted trabaja con guerrilleros, qué miedo. Cuídese mucho –le dijeron algunos de sus familiares.
—Pero yo me siento más insegura en Transmilenio que aquí –les respondió.
Luchar sin armas
Después de los 90 días en el hogar, cuando Carmen, Camila y Mariela ya tengan el CODA bajo el brazo, saldrán a la calle. Allá las espera la Agencia Colombiana para la Reintegración, quen debe acompañarlas a formar un proyecto productivo y les da un estipendio mensual si se portan bien.
El objetivo de Camila y Mariela es, primero, recuperar sus hijos. Ellas no contaron con la suerte de Carmen, quien sí los tiene a su lado. En las FARC, una vez nacen, deben ser entregados a un familiar o a un conocido. Camila, el día del parto, mojó el papel en el que guardaba el número telefónico de su mamá. Por eso le tocó dejar la niña donde el papá de su compañero y ahora él no quiere entregársela. Mariela tiene 16 años sin ver a su hija. No sabe si estudia, si come, si la recuerda. También tuvo que dejarla con la familia del papá y al salir corriendo de la guerra. No alcanzó a recogerla.
La vida real a todas les da miedo. Aquí están en una especie de finca de recreo, perfectamente limpia y organizada, pero demasiado tranquila para ser de recreo. Ni siquiera los niños hacen bulla, están entrenados en el silencio. «Nosotros tendemos la cama y organizamos el cuarto», me cuenta Carmen. El aseo del resto de la casa sí lo hacen dos señoras, contratadas para ello. Afuera, en cambio, deben sobrevivir solas, luchar sin armas.
En la finca del lado, las vacas hacen ruido. Eso le recuerda a Carmen su tierra, aunque aquí hace mucho frío. Tan pronto salga va a buscar el calor, el de su zona, el del lugar en el que conoció la guerra cuando era niña: un campo puro, en donde no asomaba ni Policía ni Ejército. O tal vez estudie sistemas, descubrió que es buena para eso. Ya casi no se esconde cuando escucha un helicóptero.
Su rostro tranquilo, de pronto, se transforma. Un niño le pegó a su hijo. Se levanta de la sala, no puede seguir en la entrevista. Sale corriendo a ver que pasó.
Esa es la única lucha que quiere enfrentar ahora.
*Los nombres de todas las fuentes citadas en este texto fueron cambiados por petición de ellos mismos. Solo se usa el nombre real del coronel Javier Toscano y el del supervisor del hogar, José William Londoño. Tampoco se hacen referencias geográficas puntuales del hogar y de las historias de los desmovilizados por su seguridad