Por: Esteban Montaño

 

El viernes 6 de marzo, José Neira terminó sus labores más temprano de lo acostumbrado. Llevaba casi tres meses trabajando en una finca muy cerca de San Vicente de Caguán y esa tarde su patrón le pidió que lo acompañara a apilar una madera que tenía que enviar hasta Neiva. «Él tomó la delantera y yo iba atrasito. No era mucha la ventaja… yo lo seguía a unos ocho metros se distancia. Cuando íbamos entrando al lugar donde estaba la madera, fue cuando yo di el paso y explotó eso…”, recuerda José.

 

A pesar del dolor, nunca perdió el conocimiento. Soportó una hora de camino con su pierna “engargolada” en un par de horquetas que improvisaron unos vecinos que, por suerte, caminaban por el lugar del accidente.

 

Al llegar a la carretera que une a San Vicente con la capital del Huila, lo montaron en un carro que lo llevó hasta un retén del Ejército y allí le brindaron los primeros auxilios. No había ambulancias y los militares pararon a uno de los buses de servicio público que cubren esa ruta, lo hicieron esperar hasta que limpiaron las esquirlas del herido. Le inyectaron morfina y lo acomodaron en los puestos traseros del vehículo. Después de cinco horas de viaje, llegó al Hospital Universitario de Neiva donde tuvo que esperar una hora más para que lo ingresaran a la sala de cirugía. Le amputaron el pie y el testículo izquierdo.

 

Hasta aquí, la historia de José Neira no guarda muchas diferencias con las de los otros 4 mil 226 civiles que resultaron heridos por minas antipersona entre 1990 y enero de este año. A casi todos les tocó el mismo trámite para ser auxiliados por el Estado: tienen que obtener una certificación de la ocurrencia del hecho por parte del Alcalde o del Personero del municipio respectivo. Ese documento es fundamental para las posteriores reclamaciones ante otras instituciones. El monto de las indemnizaciones depende del concepto que, tras la atención hospitalaria (que debe ser gratuita), emite una junta médica luego de determinar el grado de invalidez causado por el accidente. La víctima tiene plazo de un año para hacer los trámites respectivos.

 

La fatal peculiaridad del caso de José radica en que es la última víctima registrada antes de que, el día después de su accidente, el gobierno y las FARC anunciaran un acuerdo sin precedentes para trabajar conjuntamente en el desminado de los territorios sembrados con estos artefactos.

 

La noticia generó optimismo en el país porque se trata de los primeros acuerdos entre las dos partes que tiene un efecto real en la población. Las minas están prohibidas hasta en el Derecho Internacional Humanitario, que es el que rige el comportamiento de los actores de una guerra, porque no solo atentan contra los combatientes sino que afectan directamente a la población civil.

 

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Hasta hace ocho días, José Neira trabajaba en una finca muy cerca a San Vicente del Caguán. Una mina antipersonal cambió su vida.

 

 

Colombia es el tercer país más minado del mundo después de Afganistán y Camboya. Solo salir de casa puede ser de alto riesgo: “uno camina por ahí sin saber que pone su vida en peligro (…) el uso de minas es algo cruel porque afecta a las personas y a los animales” dice José con la sencillez de un campesino que ha dedicado gran parte de sus 26 años a trabajar la tierra.

 

El uso de estos explosivos ha sido una de las principales estrategias de las guerrillas para atacar a las fuerzas militares. Generalmente las ponen en los cruces de los caminos o para cubrir la retaguardia en situaciones de huida. Cifras oficiales indican que 688 de los 1100 municipios del país están sembrados con minas. De ahí la importancia del acuerdo al que llegaron en el gobierno y las FARC en la mesa de La Habana.

 

Pero José no tiene la misma opinión. Y si se piensa con calma, no le hacen falta razones para el pesimismo: “hace mucho tiempo nos están hablando del fin de la guerra y nunca hay nada nuevo. Allá en mi tierra no creemos en esas promesas”, dice refiriéndose al lugar donde tuvo el accidente, San Vicente del Caguán, el tercer pueblo más afectado por minas según las estadísticas del Programa Presidencial para la Acción Integral contra Minas Antipersonal (Vistahermosa, Meta ocupa el primer lugar y lo secunda, Tame, Arauca).

 

José lleva una semana hospitalizado e insiste en que los anuncios desde La Habana no le interesan. Su preocupación es otra: ¿cómo será la vida sin un pie?, ¿conseguirá trabajo?, ¿qué pasará con sus dos hijas? Piensa también en los días en los que deseó probar suerte en una gran ciudad y desistió porque un amigo le dijo que las personas sin estudio no tenían futuro en las capitales. ¿Qué hubiera pasado de haber tomado esa decisión? Seguro no estaría postrado en esa camilla evitando mirar la cicatriz de una guerra que no es suya.

 

José no sabe cuántos días más le quedan en el Hospital Universitario de Neiva, no sabe cuántos días más de dolor y morfina (“me duele como si tuviera una llama de fuego en el pie”), no sabe si volverá a caminar. A él solo le interesa la respuesta a una pregunta: ¿dónde está el futuro de un campesino mutilado?

El último mutilado

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