Por: David González M.
Fotografías: Staff ¡Pacifista!

 

¿Cómo contar una historia tantas veces contada? ¿Cómo decirle al lector que mientras lee estos párrafos pasan segundos en los que las familias de Mampuján siguen sin volver a su tierra? ¿Cómo explicarle que mientras los viejos esperan ser enterrados en los jardines de su rancho, los más jóvenes, los que oyen su champeta a todo volumen sobre las puertas de sus casas nuevas de bareque y zinc, ya no quieren regresar, no quieren saber nada de la vida campesina? ¿Cómo contar el éxodo que 245 familias han soportado durante 14 años?

Quizás lo mejor sea empezar por contar lo que fue, así se corra el riesgo de alargar el relato.

 

Día 0: el viejo Mampuján

Iluminada ya no cuenta los años. Es una anciana feliz que canta cumbias en medio de la entrevista, sonríe, mama gallo, coquetea y vuelve a sonreír. Sus ojos, sin embargo, lucen tristes. Ha visto muchas muertes, mucho dolor. Pero ella quiere hablar de otra cosa: del viejo Mampuján, del de antes que empezara su éxodo.

Ella quiere hablar de un corregimiento de campesinos que existía a nueve kilómetros de la cabecera municipal de María la Baja, en Bolívar, una zona de mesetas, pequeñas colinas selváticas y el calor pegajoso de los Montes de María. Un caserío tranquilo, donde los días se alargaban hasta volverse años, rodeado por los arroyos fríos de Coral y Mampuján.

Un pueblo que era muy sano, dice, donde vivía sabroso. Cuenta que en ese Mampuján no había tantas enfermedades, eso de la depresión, del azúcar, del colesterol, no pasaba. Ella vivía de cuidar sus animales, de sembrar guayaba, cocos, aguacate. Iluminada estaba nueva, hacía sus rosas, trabajaba en el monte, sembraba yuca, ñame, y lo que podía recoger lo vendía en el pueblo. Tenía puercos, gallinas. -«Era buena esa vida»-.

 

La naturaleza es la única que domina los restos del antiguo pueblo de Mampuján, abandonado desde hace 14 años por la masacre a manos de las AUC.

 

Pero como todos los pueblos que resultan puntos estratégicos para la guerra en Colombia, esa tranquilidad no iba a durar mucho. Mampuján así como era un corredor para comercializar el ñame, el maíz y el plátano, se volvió estratégico para los ejércitos. Primero para la extinta guerrilla de izquierda Partido Revolucionario del Trabajo (PRT), luego para el frente Jaime Batemán del Ejército de Liberación Nacional (ELN), más tarde para los frentes 35 y 37 de las FARC y, por último, para el bloque Montes de María de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).

El Estado prácticamente no existía y la guerrilla hacia su agosto extorsionando a los pocos que tenían recursos. En 1996 llegaron los paramilitares desde Córdoba. Junto a ellos, las fuerzas armadas iniciaron los ataques contra las FARC, que convirtieron los Montes de María en un campo de batalla.

Ese Mampuján tranquilo de doña Iluminada empezó a temer la llegada de los fusiles y los muertos. La única presencia del Estado eran los docentes de la escuela mixta. La comunidad estaba sola, abandonada a su suerte, como siempre había sido. Incluso ese abandono la había hecho más fuerte, más independiente del mundo exterior.

Había una articulación comunitaria y solidaria. Según los informes de la ONG ILSA, los que tenían bastante tierra cedían a los que no y el proceso de cultivo era solidario, no se pagaba con plata a los campesinos sino con jornales. «Era una comunidad independiente hacia lo externo, unida y con orientación a lo colectivo», en la que cada quien tenía su rol: el músico, el poeta, la partera, los curanderos. Un caserío no por decir feliz, porque de esos no hay, pero sí alegre. Celebraban las fiestas del 20 de julio, festejaban en la caseta de la esquina a su patrona, la Virgen del Carmen. Todo eso se fue rompiendo. Los rumores de la llegada de los «paras» tuvieron el efecto de una grieta que crece en medio de la humedad.

Doña Iluminada ya era vieja hace 14 años, un día antes de que llegaran los ‘paras’ a matar a la gente de Mampuján.

 

Día 1: los hechos

 

Esta ilustración, elaborada por el familiar de uno de los hombres asesinados, muestra detalles de la masacre cometida en la vereda Las Brisas. Por Rafael Gustavo Posso.

El bloque paramilitar Héroes de Montes de María era dirigido por alias Diego Vecino. Su nombre real no importa. El 10 de marzo, alias Cadena, su segundo al mando, reunió 60 hombres en la finca El Palmar de San Onofre, Sucre. Desde allá planeó el operativo y salió en tres vehículos con su ejército. Si alguien le pregunta a un habitante de Mampuján cómo de una finca pueden salir decenas de hombres armados hasta los dientes, atravesar un departamento y no ser detenidos por ningún reten de las fuerzas armadas en la carretera, va a tener una sonrisa por respuesta.

Juancho Dique, otro comandante de ese mismo bloque, después bosquejaría una respuesta. En una sesión que tuvo lugar en septiembre de 2009 frente al tribunal que lo condenó, y como quedó reseñado en la Sentencia de la Corte Suprema de justicia en 2011, Dique suministraría un informe donde evidenciaría pagos a la Policía de San Onofre, la de Tolú Viejo, la Brigada número 1 de Colosal, el Comandante de la Sijin, el batallón número 4 de la infantería. Eso lo saben todos en Mampuján, pero prefieren decir que no. Porque lo que iba a pasar ese día todavía está grabado en sus mentes como la peor de las pesadillas.

A las 5:30 de la tarde, cuando empezó a oscurecer, llegaron al corregimiento los 60 hombres de Cadena más los 90 hombres de alias El Gallo, otro «para». Llegaron por las colinas, por el cementerio, por las quebradas.

Los hombres vestían prendas de uso privativo de las fuerzas militares, de forma que nadie sabía a qué ejército pertenecían. En medio de insultos y golpes, citaron a toda la comunidad a una reunión en el centro del corregimiento. Uno de los hombres armados, un tipo sombrío, robusto, de pocas palabras, llevaba un pasamontañas y una lista. Todavía la comunidad se pregunta quién era ese hombre –algunos creyeron ver ojos conocidos detrás de su disfraz–.

Edil Malcalá nació en Sincerín, Bolívar, pero llevaba viviendo 28 años en Mampuján (42 si cuenta lo que lleva de éxodo). Tiene siete hijos y está casada con Argemiro, un campesino. Recuerda que a golpes los sacaron a la plaza. Ella dejó a Dilma, su hija, una costeña hermosa como las mujeres de esa región, encerrada en el cuarto. Pensó que la reunión no iba a ser por mucho tiempo. Pero el martirio se alargó por cuatro horas. El temor de Edil empezó a crecer al constatar la violencia de esa gente, al ver que blandían machetes y de pensar que iban a violar a su hija.

La noche fue terrible, nadie sabía en qué iba a terminar. Unos lloraban por aquí, otros lo hacían por allá. Los «paras» organizaron a las personas en dos filas, hombres y mujeres. El encapuchado revisó con lista en mano si estaban presentes los señalados de ser colaboradores de la guerrilla. No los encontraron, a ninguno. Ese fue el primer milagro de la noche.

Los «paras» empezaron a gritar que los iban a matar a todos, tal cual había sucedido un mes atrás en el pueblo de El Salado, no muy lejos de allí, donde asesinaron 60 personas. «Exhibían sus machetes, decían que iban a mochar cabezas, que iban a matar hasta los perros», recuerda Edil.

Y entonces los cristianos evangélicos de Mampuján atribuyen lo que sucedió al segundo milagro de la noche. Era luna llena y dos nubes alargadas como brazos la cubrían parcialmente. «Eran ángeles. No era el momento de morir, todavía no.»

El comandante de los «paras» recibió un llamada por radioteléfono donde le ordenaban no matar a nadie. Él pareció contrariado, pero finalmente obedeció. Mientras la comunidad celebraba el anuncio, les dio una noticia: tenían hasta las 10 de la mañana del día siguiente para abandonar el pueblo por pocos días mientras el ejército construía una base.

Empezaba el éxodo.

Los «paras» escogieron siete hombres del pueblo para que les indicaran el camino hacia la vereda vecina de Las Brisas. Saquearon las tiendas, las casas y se fueron. Edil corrió a su rancho y allí encontró a su hija todavía escondida. Estaba bien y ese fue el tercer y último milagro de la noche.

 

Día 2: la huida

 

La región de los Montes de María, en Bolívar, fue el escenario de la guerra entre los bloques 35 y 37 de las FARC y las autodefensas al mando de Diego Vecino.

Edil recuerda que las 245 familias de Mampuján salieron de forma organizada muy temprano en la mañana. Llevaban lo que podían, ropas envueltas en telas, bultos de plátano, radios viejos y hasta enfermos que arrastraban en hamacas. Unos iban a pie, otros en mula, los más viejos se subieron al único carro que se aventuró a recogerlos. «Llevamos un colchoncito porque, de pronto, si era en una plaza donde teníamos que dormir, ahí lo tirábamos y nos acostábamos.»

El grupo de familias avanzaba despacio en medio del calor, todos con su hijo a su lado. Caminaban hacía María La Baja. Creían que iba a ser por un par de días y eso les daba esperanza. Llegando al pueblo, tuvieron noticias de la comunidad vecina de Las Brisas, allí no hubo milagros, los paras había torturado y asesinado a doce personas.

Los «paras» llegaron a las 5:30 de la mañana del 11 de marzo a un sitio conocido como El Zapote en las Brisas. Allí liberaron a los siete hombres de Mampuján y llamaron a los de Las Brisas, uno por uno.

Wilson, entonces un campesino de Las Brisas, hoy un desplazado en Cartagena donde trabaja como obrero en el puerto, recuerda que sacaron a un hombre de cada una de las casas y los llevaron a un sitio conocido como El Tamarindo. Los apartaron tres a un lado y tres al otro lado. Luego, junto a ese árbol, los asesinaron y torturaron frente a los demás pobladores. A las 7:00 de la mañana ya habían ejecutado a 12 personas, entre esos a su hermano y al negro Barrios, ‘el rey del ñame’.

«Cuando Joaquín ve que le matan a su hijo, empieza a tirar patadas y cabezazos porque estaba esposado. Entonces le dieron un machetazo en el tendón de Aquiles y cae al suelo. Con un machete le dan en el pecho, le dan otro en el tabique nasal y después medio lo levantaron y lo degollaron. Alrededor del cuello, la cortada, en un centímetro, no se encontraba y esa era la forma de matar de El Gallo». (Testimonio reseñado en el informe de ILSA sobre Las Brisas y Mampuján.)

Para la gente de Mampuján conocer lo que había sucedido en Las Brisas fue la notificación de que su éxodo no iba a durar un par de días. El viaje apenas empezaba.

 

Día 3: los albergues

 

El Nuevo Mampuján fue levantado por los desplazados en un terreno cercano al municipio de María La Baja, en Bolívar.

Lebis López es ama de casa y cocinera. Recuerda que al principio hubo buena acogida por parte de los pobladores de María La Baja. Los asesores del alcalde de entonces organizaron a los desplazados, las 240 familias, en la Casa de la Cultura, el colegio de San Luis y en un prostíbulo convertido en albergue provisional. «Pensamos que en cinco o 10 días regresaríamos».

Esa noche fue la primera de los siguientes tres años que vivió Lebis en ese albergue. «No era una vida digna, no había intimidad, no había higiene, no había ganas de levantarse y sí había mucha sed, demasiada sed y poca agua.»

La gente vivía hacinada. Lebis tuvo la suerte de vivir en uno de los albergues donde había menos familias ubicadas, solo once. «Todos con diferentes formas de pensar, diferentes modos de actuar, todos con niños. Era bastante incomodo vivir. Súmele el choque de los unos con los otros. Eso fue tremendo».

El 13 de marzo algunos campesinos de Mampuján volvieron a su pueblo a hurtadillas a recoger la yuca de sus cultivos. El ejército –ese sí el legal–, recién llegado a las veredas, les dijo que no era seguro, que se fueran. En las montañas, a lo lejos, se oían tiros.

Y se oirían por muchos años más.

 

Día 1.095: las toldas

 

Edil Malcalá, sobreviviente de Mampuján, observa las viviendas que el Gobierno construyó en el antiguo poblado para lograr el regreso de los desplazados.

En medio de todo, la gente de Mampuján, en su mayoría religiosa, se considera afortunada. Muchos de ellos incluso creen que todo ese exilio fue obra de Dios. A los tres años las tensiones entre los desplazados y los habitantes de María La Baja eran enormes. Los niños de San Luis no podían recibir sus clases y el prostíbulo necesitaba volver a funcionar.

El padre Salvador Mura de María La Baja, italiano, viejo, católico y un firme creyente de la compasión cristiana, consiguió recursos entre amigos y donantes en Italia, compró un terreno de seis hectáreas sobre la vía principal que viene de Cartagena, a unos kilómetros del pueblo, y lo donó a la comunidad. La otra media hectárea la adquirieron los desplazados a través de una colecta de 10.000 pesos por familia. En ese terreno las familias se dividieron los pedazos y vivieron en lotes de nueve metros por 18. Las casas eran de bareque, plástico, latas, cañas, zinc, de lo que fuera. Se instaló energía eléctrica y se planificó la construcción del acueducto (que hoy todavía no tienen). Se bautizó a la comunidad como Rosas de Mampuján o, simplemente, como el Nuevo Mampuján.

El 14 de julio de 2005, el bloque paramilitar Montes de María de las AUC se desmovilizó con 594 miembros y 364 armas en el corregimiento San Pablo, María La Baja. La violencia mermó en la zona pero la comunidad ya era otra. Juana, docente en María La Baja e hija de Mampuján, cuenta que había una baja autoestima colectiva, especialmente de las mujeres.

Es cuando llega la hermana Teresa Geiser, psicóloga, de la iglesia Menonita. Ella les explica estrategias para superar el trauma y les dice que empiecen a tejer, que plasmen sus recuerdos en tela. Primero dibujaron figuras geométricas y coloridas en una cartulina, luego las pasaron a telas. Eran tejidos que cuentan su herencia africana, su éxodo, la violencia de las Brisas, que retratan su comunidad perdida. «Fue maravilloso. Hoy tenemos un tejido en el Museo Nacional y por 20 años va a estar en esa sala».

Los tejidos se volvieron en el catalizador de las mujeres para liberar el llanto. Al principio dolía recordar y sus tejidos fueron tristes y crudos. Luego, cuando los recuerdos dejaron de doler, los tejidos empezaron a llenarse de sueños y de imágenes del viejo y del nuevo Mampuján.

Las tejedoras llamaron la atención del país, aunque eso no sirviera de mucho. Sus condiciones eran igual de difíciles. Lebis, una de las tejedoras, dice que de todas formas estaba más tranquila en su cambuche, un «palacio» de zinc rodeado de bolsas, que en el albergue inicial. Por lo menos tenía privacidad: «Dije que esto era mío y sentí un descanso, un alivio de haber salido de ese tumulto».

Con el paso de los días, Edil consiguió materiales para mejorar su cambuche. El gobierno finalmente apareció y les dio a las familias de Mampuján unos subsidios para mejoramiento de vivienda. La comunidad levantó sus muros de ladrillo en ese nuevo terreno, tan lejos del campo y tan cerca de la vida frenética de los pueblos grandes de la Costa Caribe.

 

Día 3.650: el encuentro

 

El relato de su historia de violencia fue tejido a mano por las sobrevivientes de Mampuján. Una de sus obras se encuentra expuesta en el Museo Nacional, en Bogotá.

El 26 de abril de 2010 fue la fecha pactada para el encuentro de la comunidad de Mampuján, que todavía esperaba su retorno, con los comandantes paramilitares causantes de su éxodo, con el Juancho Dique y el Diego Vecino.

El encuentro se transmitió por televisión y en simultánea en los pueblos de San Cayetano, Cartagena y Nuevo Mampuján. A Bogotá viajaron 17 líderes de la comunidad a enfrentar a sus victimarios, los postulados de la Ley de Justicia y Paz. Hicieron preguntas que no tuvieron respuesta. «¿Quién era el encapuchado que los acompañaba?». Alexander, el esposo de Juana, la tejedora, un hombre que lloró durante días el haber perdido su pueblo, se acercó a Juancho Dique y Diego Vecino y les regaló dos biblias evangélicas. Las víctimas, en su mayoría, habían decidido perdonar.

Wilson, el sobreviviente de Las Brisas, todavía se pregunta por qué perdieron a sus familiares. «Seguimos preguntándolo a las autoridades, a la Fiscalía, a la Procuraduría, y no hemos obtenido respuesta. Preguntamos hasta a los mismos postulados, les hemos mandado derecho de petición, pero nada. Todavía estamos en la espera de la verdad».

Puede que no haya respuesta, que esa sinrazón de la violencia sea la respuesta de quienes la causaron y eso es quizás lo que perturba a las víctimas: no entender la lógica de la guerrapor la que se llevaron a sus primos, a sus hermanos, a sus hijos. El único camino que encontraron para seguir fue el perdón. «El que no lo hace, es como si tuviera un cáncer. Es como si se estuviera marchitando lentamente». Dice Wilson.

 

Niños de Las Brisas muestran fotos de sus familiares asesinados por los paramilitares. Foto por José Luis Rodríguez.

El 29 de junio de 2010, la sala de justicia y paz del Tribunal Superior de Bogotá profirió la primera sentencia en Colombia basada en la Ley de Justicia y Paz. El fallo condenó a Diego Vecino a 39 años de prisión y a Juancho Dique a 38 años y medio por los hechos ocurridos en Mampuján; por el artículo 3 de esa ley, su condena es una pena alternativa de ocho años de prisión para ambos. «Por desmovilizarse, dejar las armas y la confesión de sus delitos».

Pero todavía falta tela por cortar y verdades por descubrir. «Juancho Dique dijo que la orden de arremeter contra Mampuján venía de la Oficina de Inteligencia de la Base de Malagana. También recordó que tenía una lista con centenares de nombres y números de cédulas de presuntos guerrilleros que les había pasado el ejército para que los paras los identificarán y los asesinaran en sus operativos».

Y si la gente de Mampuján busca respuestas sobre a quién le pudo beneficiar toda esta violencia, un par de líneas del informe La tierra en Disputa, del Centro Nacional de Memoria Histórica, puede ayudarles a encontrarlas. En el informe se sugiere que los mayores beneficiarios de toda esta tragedia son los que fomentan los cultivos agroindustriales y la explotación energética. «El ejemplo documentado es el de Montes de María, donde las compras masivas se realizan aprovechando el abandono de predios por la violencia»

 

Día 5.110: el nuevo Mampuján

A través del canto, las hijas de Lebis mantienen viva la memoria de las 245 familias que hace 14 años abandonaron sus casas en Mampuján y Las Brisas a causa de la violencia.

 

El nuevo Mampuján huele a caño. Es ya un barrio pobre cualquiera de un pueblo caliente: vías lodosas, aguas negras que se acumulan en pozos sépticos, paredes con grietas, tejados con goteras, tiendas que venden tarjetas para recargar celulares –acá sí hay señal–, una iglesia evangélica, un CAI de la Policía en un parque que es un potrero, motos ruidosas, parlantes enormes que lanzan música hacia las calles, niños semidesnudos y barrigones, perros callejeros, muchos perros, siempre acompañando las tragedias de los hombres.

Catorce años después, la comunidad es otra. Vive en ese barrio bien comunicado, bien iluminado, demasiado cerca de la civilización. Los jóvenes tardan una hora y media en sus motos de alto cilindraje hasta Cartagena, la lujosa, en una vía rodeada por ciénagas, bombas de gasolina y puestos comerciales. Los viejos se han resignado al encierro de sus nuevas casas. Algunos incluso parecen disfrutar el ver pasar los día frente a los portones, haciendo conversa con cada transeúnte que camina enfrente, recordando lo que fue y contando cómo se adaptan a lo que les tocó.

Cada quién anda por su lado, la gente vive pendiente de cada extraño que se detiene sobre la vía. El informe de ILSA explica: «Se ha pasado de un estado de tranquilidad, despreocupación e inocencia, a uno de alerta permanente, miedo y angustia».

Aun así partes importantes de la comunidad permanecen unidas. Ellos, que pasaron de ser totalmente independientes a depender del asistencialismo, de la institucionalidad, tienen hoy un rostro en conjunto distinto, más demacrado, más adusto.

Las tejedoras, sin embargo, ya no tejen historias de dolor: hacen cosas alegres, cosas sobre cómo desean su futuro. Tejen en sus tejidos el retorno, otras, su vida en el nuevo Mampuján.

Mampuján el viejo, escondido en las montañas, aún existe. El Gobierno Nacional construyó unas casas grises de cemento al lado de las ruinas del viejo corregimiento que piensa entregar apenas arregle el puente por donde hace 14 años huyeron esas mismas familias.

 

Mural en el corazón del viejo Mampuján.

 

El pueblo viejo es un conjunto de ruinas hermosas, cubiertas de vegetación y flores amarillas. Se respira otro aire, se respira campo. En el centro de la plaza abandonada, la gente de Mampuján pintó un inmenso mural para recordar lo que viene y lo que fue. Por las trochas bajan burros cargados de plátanos, campesinos a caballo, niños en cicla. Es otro mundo que no se ha perdido del todo, pero que sigue desierto.

Juana sabe que no todos se van a regresar, los jóvenes no quieren volver. «Los mayores somos los que estamos enamorados de ese Mampuján».

Edil me muestra lo que fue su casa o lo que queda de ella. Dice que anhela regresar, que espera vivir de nuevo en esas montañas tranquilas y calurosas. «Pero mire mi estado, miscanecas. Ya soy una vieja. Mi esposo es mucho mayor que yo. Ya todos mis hijos están regados y tienen sus puestos». No parece muy convencida de poder volver. No la culpo, ya ha aprendido otra vida muy distinta.

Doña Iluminada, la alegre señora de 95 años que empezó este relato, no tiene ninguna duda. Dice que las familias podrán estar divididas en cuerpo, pero no en alma. Insiste en que los jóvenes van a volver a enamorarse de los arroyos de agua clara, de los pasteles que cocinaba en su estufa de leña. Dice que no quiere ese Mampuján nuevo. «Así vieja como estoy, que me lleven a mi rancho, me voy para allá así sea a morir. Y si me muero acá, que me entierren allá».

«Olelee», cantan a capela las hijas adolescentes de Lebis en medio de las ruinas de lo que fue su pueblo. «Oleila, oh negra, ay mamá deja de llorar. Vivíamos muy tranquilos en medio de estas montañas…». Sus voces truenan en el silencio del viejo Mampuján, en medio de esas ruinas grises y verdes que huelen a rosas y tamarindo. Cantan las Pavas Congonas, aves que se creían extintas, el caer del sol.

Es una nueva noche en el abandonado pueblo de Mampuján.

 

En la memoria de los mayores se mantiene el sueño de su retorno a las tierras que trabajaron; sus hijos, en cambio, sueñan con una vida en Cartagena, la capital del departamento.

 

*Vea esta historia próximamente en ¡Pacifista!, la serie documental.

Historia de un éxodo: Mampuján

|
823
Vistas