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La cancha de arena de El Hoyo de Paseo Bolívar.

Por: Jaime Pérez-Seoane
Fotografías: Natalia Pérez

El trayecto desde la ciudad amurallada hasta el Paseo Bolívar no dura ni diez minutos. Ese es el tiempo que separa la abundancia de la miseria en Cartagena de Indias. En el cruce de la telefónica, entre la multitud, dos ojos grandes vigilan todo lo que entra y sale del cerro que se despliega a sus espaldas. Son los ojos de Fredy Ramos, un muchacho que pasó de jugar con la muerte en las calles a hacerlo con un balón de fútbol. Tenía todas las papeletas para convertirse en jefe pandillero –llegó a robarle al mismísimo Pirry–, pero eligió ser otro tipo de líder.

Recorrer en solitario las calles de El Hoyo de Paseo Bolívar, una de las comunas más abandonadas de Cartagena, sería un asunto de chiflados. En compañía de Fredy, sin embargo, se pueden pasear apaciblemente sus calles de gravilla. En ese barrio, niños, jóvenes y viejos tienen su hogar en casas pequeñas de concreto. Fredy, impolutamente acicalado y protegiéndose del sol abrasador con una gorra blanca, los saluda a todos sin excepción. «¿Cuándo vamos a jugar?», preguntan varios muchachos al verlo. «El otro domingo», responde antes de despedirse con una palmada en la espalda.

El ambiente es hoy bien diferente al de hace cinco años. En ese entonces, un Fredy Ramos de apenas 15 años ya mandaba en El Hoyo. Junto a sus compinches conformaba Los yuqueros, una de las pandillas que domina el sector. Su día a día consistía en proteger su territorio de las bandas vecinas, ya fuera a piedra, cuchillo o bala. «Lo habitual en estos barrios es matar reventando el cráneo con una piedra grande».

Fredy ilustra la escena con sus brazos mientras me cuenta que hace apenas una semana los sicarios asesinaron cerca de aquí a Pablo y a su hermano, antiguos compañeros del colegio. «Mis amigos han muerto en peleas con otras pandillas o asesinados por sicarios». Las comunas tienen sus propias leyes y la policía está de acuerdo con eso. «Hace poco le dispararon a un man en lo alto del cerro con un revólver casero. Se desangró lentamente y nadie vino a ayudarlo».

Un Hoyo de lobos y corderos

Mientras ascendemos el cerro, los niños corren a nuestro lado levantando el polvo con sus gastadas alpargatas o sus pies descalzos. Fredy está atento a todo lo que sucede a nuestro alrededor mientras relata la sanguinaria historia de su comunidad con una tranquilidad asombrosa. En el camino nos cruzamos con compañeros del equipo de fútbol, en otro tiempo amigos de pelea que luego cambiaron la pistola por el balón. Otros, sin embargo, siguen siendo lobos. «Si estuvieras sólo, estos cuatro manes de acá te habrían dejado desnudo».

Recuerda con inquietud una vida que no le desea a nadie. «En el barrio no entraba nadie sin mi autorización».

En los tiempos en que Fredy era un líder yuquero, los jóvenes limitaban sus responsabilidades a la extorsión, el transporte de armas y la lucha con otras bandas. «Alguna vez secuestramos a alguien», dice, guardándose los detalles. Hace unos años, en El Hoyo tenían presencia bandas criminales como Los Paisas y Los Rastrojos, que se sirven de las comunas marginadas para reclutar a jóvenes sin futuro. «Gracias a Dios ya no se atreven a venir por acá. Todo ha cambiado mucho desde que El Profe y el fútbol llegaron».

Según datos de la Alcaldía de Cartagena, sin embargo, más de 195.000 personas se ven afectadas por la violencia que ejercen las 82 pandillas de la ciudad.

 

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«Vivir por algo o morir por nada»

La llegada de Manuel Guillermo Pinzón, El Profe, revolucionó la vida de Fredy Ramos y cambió el destino de la comunidad. «Al principio me preguntaba quién se creía ese man para sacar a los pelaos de la banda y decidí amenazarlo». Pinzón no se amedrentó y persiguió a Fredy hasta que el muchacho comenzó a asistir a los entrenamientos.

Jugando en el ardiente patio de arena que hace las veces de cancha de fútbol de El Hoyo, el aún pandillero no se creía del todo capaz de dejar su vida anterior. «En varias ocasiones vinieron a matarme con cuchillos y pistolas. Era como en las películas». En alguna de esas secuencias de terror, Fredy decidió que la película de su vida no podía terminar así.

Por eso comenzó a alejarse de las peleas, las drogas y las armas, y ahora, además de jugar fútbol, estudia fotografía. «El fútbol me permite disfrutar junto a mis amigos. Entreno juicioso, lunes, miércoles y viernes para llegar preparado a los partidos de los domingos». Fredy juega de lateral, igual que su ídolo Pablo Armero, defensa del A.C. Milan y la selección Colombia, aunque también sigue los pasos de James Rodríguez. «Ahora me estoy probando de media punta».

 

La llegada del fútbol a El Hoyo de Paseo Bolívar redujo la violencia en el barrio.

La llegada del fútbol a El Hoyo de Paseo Bolívar redujo la violencia en el barrio.

 

El fútbol se juega en los patios de arena

Guillermo Pinzón, El Profe, me cuenta la historia de su fundación, World Coach, que trabaja bajo parámetros establecidos por la FIFA en su programa «Football for Hope» y representa el otro lado del fútbol, el que se juega en explanadas de arena con piedras como porterías. «Colombia está llena de Fredys», cuenta Guillermo. «Muchachos como él son capaces de cambiar el destino de una generación de jóvenes en sus barrios».

«Nos lleva entre tres y cuatro meses preparar un torneo entre comunas de estas características,» explica Guillermo. «Uno de los partidos con más expectación es el que enfrentan los sectores de El Hoyo – donde juega Fredy – y El Pozón, otra de las zonas más peligrosas de Cartagena». En las competencias entre pandilleros el fútbol es el eje central pero no es el único elemento. A los eventos acuden psicólogos y educadores, que son testigos de cómo muchachos que antes se citaban para matarse a golpe de bala ahora disputan un balón limpiamente.

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Fredy, futbolista. Exyuquero.

 

Fredy sigue siendo venerado en El Hoyo. Los que antes lo seguían a pelear con otras pandillas de Cartagena –donde, según el alcalde Dionisio Vélez, 82 pandillas involucran a más de 1.600 muchachos– hoy lo acompañan al campo de fútbol en lo alto del cerro.

Además de entrenar con sus compañeros del barrio, Fredy participa en una liga regular de fútbol y juega los torneos organizados por World Coach. Ahora vive con su mamá y su padrastro en El Hoyo, en una casita recién pintada y con vistas privilegiadas a la contrastada ciudad. Se ríe a carcajada suelta de los tiempos en que era «un ignorante». Confiesa que aún tiene «amigos metidos en temas de drogas», aunque reconoce que la violencia en el barrio ha disminuido gracias al trabajo del profe y la fundación. Sabe bien que los pandilleros necesitan conocer un caso como el suyo para creer en alternativas. «A mí, sinceramente, que venga alguien como tú a contarme lo que hay fuera de la vida de la pandilla me vale mierda».

Mientras descendemos la loma de regreso, los edificios lujosos de Bocagrande, en la otra Cartagena, se vislumbran en el horizonte. En el camino, Fredy se cruza con uno de los más ancianos del barrio. En su saludo se retrata la concepción que se tiene de la vida y de la muerte en El Hoyo de Paseo Bolívar.

—Polvo eres…
—…Y en polvo te convertirás.

El crack del Hoyo

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