La costurera de los paramilitares

Por: Soulin Rouaoult
Fotografías: Marcela Riomalo

A pesar de que en el taller de Ederlidia Garizao trabaja una docena de mujeres, entre ellas exparamilitares y exguerrilleras, nunca ha existido una pelea por un metro, un hilo o una tijera. Sin el velo del pasado, todas son solo costureras.

Mientras las máquinas repiquetean, Silvia, una exparamilitar, habla de los beneficios de las semillas de espinaca para los niños inapetentes, y otra dice que es una buena amenaza para que coman por tener un sabor repugnante. Las conversaciones giran en torno a rivialidades: la fiesta del fin de semana anterior, el muchacho que se quedó viendo a una joven delante de su esposa durante una reunión y se ganó un regañó en público, los antojos y aversiones durante el embarazo… Hablan de todo menos de la guerra, hasta perdieron el interés por ver las noticias.

Si se le pregunta a Ederlidia cuál es el sonido que la ha acompañado durante su vida, ella responde que es el de la máquina de coser. Cuando era niña, de unos cinco años, sostenía una lámpara de gas para que su madre terminara de zurcir los vestidos de las vecinas. A los 18 años conoció a su esposo tomándole medidas para un traje, luego recorrió parte del monte colombiano elaborando uniformes para los paramilitares y, en la cárcel, siguió cosiendo para las guardianas. El sonido nunca se ha detenido: ahora se escucha en su taller en el sur de Bogotá.

Dice, por otro lado, que solo hasta hace dos años le perdió el miedo al ruido de las motos. Fue víctima de un atentado perpetrado por las Águilas Negras y temía que ellos culminaran su trabajo en medio de la ciudad. Hasta dormida huía de sus verdugos y se levantaba más cansada que la noche anterior. Lloraba de pánico cuando escuchaba esos vehículos. Incluso un día, al salir de la casa, una moto la siguió durante una cuadra. Ella cerró los ojos y se cubrió la cabeza. «Vea linda, deme su teléfono, la quiero invitar a salir», le dijo el conductor. La mujer se puso furiosa y salió corriendo.

—Hasta lindo era el muchacho, pero le juro que casi me mata del susto.

Cuando suelta una carcajada se le hacen dos hoyuelos infantiles en las mejillas, y sus ojos, como todos los almendrados, son capaces de manifestar lo que ella, a veces, quisiera ocultar. Dice que por eso no ha podido ser una buena mentirosa.

 

Durante sus años como confeccionista de los 'paras', Ederlidia aprendió a coser grandes cantidades de ropa en plazos muy cortos.

Durante sus años como confeccionista de los ‘paras’, Ederlidia aprendió a coser grandes cantidades de ropa en plazos muy cortos.

 

Su historia comienza cuando abandonó a su esposo después de varias infidelidades y 12 años de convivencia, y se fue junto a sus hijos a la casa de su madre en San Pedro de Urabá.

Recuerda que seis meses antes de partir, le pidió a su marido que le confesara sus amoríos con una amiga llamada Olita y ella se comprometía a no abandonarlo.

Él ya no podía negar lo que todo el pueblo de Apartadó, Antioquia, sabía. Mientras Ederlidia trabajaba de 8:00 a.m. a 10:00 p.m. en un consultorio médico, como asistente, él invitaba a Olita a las playas de Turbo, Arboletes y Necoclí para disfrutar como novios, aunque los dos estaban casados.

La gente le decía: «Esa amiguita suya si es terrible, ¿no?». Otros eran más directos en los comentarios: «Olita anda de buscona con su marido».

Ella me cuenta:
—Los dos se iban en el bus que saqué con un préstamo del banco y se comían ahí mismito. Imagínese, duraron más de tres años. Mientras ella no dormía pensando en cómo se desmoronaba su hogar, el pueblo estaba atemorizado por los muertos. Elizabeth Duarte, prima de la costurera, dice que la primera masacre de la que tiene conocimiento ocurrió en 1987, cuando una docena de guerrilleros de las FARC entraron a una fiesta en el barrio Obrero de Apartadó y disparó a diestra y siniestra matando a más de 30 personas.

Por otro lado, los paramilitares, liderados por Carlos Castaño, en su afán de matar guerrilleros y restablecer ‘el orden’, fueron aún más sanguinarios. Por donde pasaban, sacaban a la gente de las casas y con lista en mano, o simplemente al azar, ejecutaban a sus víctimas frente a todo el mundo. Entre 1988 y 2001 asesinaron más de mil personas en masacres colectivas, sin contar desaparecidos.

Ederlidia reconoce que los muertos no la golpearon tanto como el desamor. A pesar de la ira por la traición, no abandonó a su marido pero decidió vengarse de la misma forma. Guiada por sus amigas quienes la impulsaban para que «no fuera tan pendeja», desempolvó la coquetería y quedó embarazada de otro hombre.

Cuando sintió que el bebé crecía en su interior y la amenazaba con la vergüenza pública, le dijo adiós al matrimonio y se montó en un bus con Jaider y Lizeth, los dos hijos que ya tenía, hacia San Pedro de Urabá. Corría el año 1999.

Llegó a la casa de su madre. Una amplia estancia con una docena de habitaciones bien equipadas, donde solían alojarse las esposas de los soldados y coroneles del batallón de la región. Una tarde, un uniformado le dijo a la dueña de casa que estaba interesado en darle trabajo a la recién llegada y pactaron una visita al día siguiente.

A la cita no llegó el militar, sino aparecieron tres hombres vestidos de civil en una camioneta. Ederlidia les reiteró sus dotes para la costura y ellos le entregaron varios metros de tela camuflada para la hechura de cinco prendas. A la semana regresaron, pagaron cinco veces más el precio que correspondía y pidieron quince prendas más.

Después de varias entregas, los hombres le propusieron dirigir un taller con lo más novedoso en maquinaria y le pidieron una lista de los instrumentos que necesitaría para llevar a cabo su labor. Ella tuvo la libertad de pedir todo lo que había soñado, hasta los aparatos que nunca había visto y que solo se conseguían en Bogotá.
—Pero solo tenemos una condición —le dijeron los hombres después de terminada la lista– el taller no va a quedar acá sino en El Tomate (un corregimiento a tres horas de San Pedro).

La mujer accedió, pero antes pidió llevarse a su hija, María Alejandra, que apenas tenía un mes de nacida. Lizeth y Jaider podían quedarse con su madre.

El Tomate, en aquella época, era un corregimiento de diez casas ubicado en medio de una llanura. Ederlidia tenía a su cargo unos quince empleados, la mayoría hombres que no tenían la más remota idea de pegar un botón. A los dos meses el equipo ya conocía el oficio y despachaba cincuenta uniformes a la semana para los supuestos soldados.

Un día se le acercó uno de sus jefes extendiéndole un morral de cuero y le pidió hacer una réplica exacta; ella se dio cuenta de que era utilizado para cargar un computador. Se puso manos a la obra y en una semana ya lo tenía terminado.

Un mes después arribaron al caserío tres camionetas. De una de ella se bajó un hombre de contextura gruesa, sombrero verde y brazalete en el brazo de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Los empleados del taller lo miraban como si fuera el mesías. Ederlidia dice que no hizo preguntas ante la reacción de sus compañeros. Una de las reglas del lugar era no cuestionar ni hablar de cosas fuera del trabajo.
—¿Quién fue la persona que hizo este bolso? —preguntó el hombre con una voz carrasposa, pero firme.

La mujer levantó la mano pensando que iba a recibir un regaño.
—Mucho gusto, yo soy Carlos Castaño, solo quiero felicitarlas.
Ella quedó en las mismas.
—¿Usted no sabe quién soy yo? —preguntó sorprendido.
Ederlidia negó.
—Pues le dejo de tarea que investigue —luego sacó 200 mil pesos del bolsillo y se los entregó.

La gente del taller la felicitó, pues «el duro las AUC» se había fijado en su trabajo.
—Aunque usted no me crea, doctora, yo no sabía quiénes eran mis verdaderos jefes antes de ese día —me cuenta Ederlidia.

 

Ederlidia trabaja con mujeres reinsertadas a la vida civil. Los años de guerra son una cosa del pasado.

Ederlidia trabaja con mujeres reinsertadas a la vida civil. Los años de guerra son una cosa del pasado.

 

Por orden de Castaño, abandonó la región del Urabá para laborar en Buenaventura. Los escogidos fueron ocho costureros. En el puerto ocuparon un edificio de cinco pisos en pleno centro. Alrededor funcionaba un mercado desordenado de ropa, telefonía celular, juguetes y cualquier otra chuchería proveniente de China a precios bajos y de calidades aún más bajas.

Los trabajadores tenían dos reglas: no salir más de una vez a la semana ni hablar con extraños. Los ocho empleados, tres mujeres y cinco hombres, se limitaban a la costura, ver televisión y a reírse de un vecino que lavaba como maniático la ropa interior de su esposa. El hombre la olía, luego le aplicaba jabón y seguía olfateándola. En ocasiones tardaba hasta dos horas.

A los seis meses, uno de los trabajadores abrió la cortina para buscar al vecino lavandero que ya llevaba varios días sin aparecer, pero se encontró con varios hombres que lo apuntaban con armas desde las azoteas, ventanas y la calle principal. «¡El tipo ese nos delató!», gritó. Ederlidia, que también se asomó, dice que eran como cien hombres los que rodeaban el edificio.

Desde el cuarto piso escucharon la correría de los policías y las acrobacias de algunos trepándose por las ventanas internas, pudiendo subir por las escaleras. Para Ederlidia, ese episodio parecía la exageración de una telenovela colombiana de narcotraficantes, con interrogatorio y todo.

Los cargos: paramilitarismo y falsificación de prendas militares; condena: 45 años. Llamó a su madre para que se encargara de los niños y colgaron el teléfono sin la promesa de visitas, no había plata para el viaje desde Antioquia.

Los 45 años de condena fueron cumplidos en solo cuatro meses gracias a la ayuda de las AUC. Antes de salir, el abogado le advirtió que los guerrilleros querían matarla y fraguaron un plan para evitarlo. Salió de la cárcel un viernes en la noche. Sintió terror de que la tirotearan desde alguna esquina y se subió rápidamente a un carro enviado por sus protectores. Se hospedó en un hotel y a las dos de la mañana la recogió otro carro para llevarla al aeropuerto de Cali, donde se embarcó en un vuelo rumbo a Montería. Más tarde se enteró de que los guerrilleros, horas después, irrumpieron en el hotel para llevársela.

De Montería siguió el trayecto al pueblo de su madre. Llegó casi al anochecer. Vio de lejos a sus hijos jugando en la calle y, llorando de alegría, llamó a Jaider. Los tres miraron sorprendidos y corrieron a su encuentro.

A los dos días, con el alma totalmente vendida al diablo, regresó a sus labores como modista en diferentes pueblos de la región. A veces le tocaba huir de las viviendas donde trabajaba ante la presencia de las FARC, el ELN o los militares. Cuando esto sucedía, entre todos los compañeros botaban las máquinas al río y se escondían en el campo mientras les asignaban otra casa y otros equipos.

Un día nos llegó el chisme de la muerte de Castaño. Nos dijeron que los paracos se metieron a su finca y ahí lo asesinaron».

Luego de la muerte del jefe, ‘Don Berna’ tomó el mando de los talleres de confección.

Ederlidia estaba cansada de las correrías y el miedo de ingresar de nuevo a la cárcel. Ya estaba por cumplir 40 años y quería crear una nueva empresa dedicada a coser cualquier cosa, menos uniformes para la guerra. Mientras pensaba en el modo de retirarse sin consecuencias mortales, los paramilitares negociaban la desmovilización masiva de sus integrantes durante el Gobierno de Álvaro Uribe.

En 2006, luego de tres años de diálogos con los emisarios del presidente y en el marco de la Ley de Justicia y Paz, ‘Don Berna’ citó a todos los militantes que tenía a su cargo en una finca en Córdoba para la desmovilización. Durante cinco días llegaron al sitio más de dos mil personas en hordas de cincuenta o cien. La costurera se entregó feliz al considerar que por fin estaba haciendo lo correcto.

Sintiéndose libre para crear su propio taller, dio gracias a su madre por cuidar a los niños y se trasladó con ellos a Valencia, Córdoba. Con los ahorros arrendó una casa, compró dos máquinas de coser y se presentó en los colegios, en el hospital y hasta en la alcaldía para ganar clientela. Prefería no hablar de su anterior trabajo ni dar referencias laborales, nadie querría trabajar con una mujer cuyos jefes eran famosos por matar gente.

Las telas dejaron de ser verdes y los diseños variaron a vestidos, prendas de colegio y en caprichos de señoras. Debido a su experiencia, cosía rápido y ganó fama en el municipio.

Le alcanzaba el dinero hasta para fiar. Uno de sus deudores era un desmovilizado que retomó las armas con las Águilas Negras. A ella no le importó si era matón, cura o lo que fuera, él tenía que pagarle los dos millones de pesos que le debía. El hombre, para salir de la deuda, divulgó en el pueblo que ella trabajaba para la Oficina de Envigado.

Los rumores bastaron para que los cabecillas de las Águilas Negras dieran la orden de matarla.

El atentado ocurrió cuando se encontraba lavando ropa en el solar de su casa. Una moto se estacionó en la calle y desde allí el parrillero empezó a disparar. La costurera botó la blusa que estaba juagando y empezó a gritar y correr, siempre en zigzag, para evitar las balas. Cogió a sus tres hijos y buscó refugio en la estación de policía. Esa fue su última noche en la región.

 

 

Llegó a Bogotá. Siempre soñó con conocerla pero no en esas condiciones de miedo y abandono. Nunca había sentido tanto frío como ese día, y confirmó la frase de que la capital es «la nevera del país».

Después de alcanzar cierta fama como costurera en la región del Urabá, ahora era una más en una ciudad de 10 millones de habitantes. Además, no tenía máquina ni diploma que acreditara su labor.

Al miedo a las motos se sumó el de ser atracada, acosada, engañada con cualquier artimaña o discriminada por su condición de desmovilizada; tenía dos alternativas, esperar a que se le agotaran los ahorros y dejarse llevar por el temor, o buscar ayuda. Pensó que después de tantos infortunios no debía rendirse.

Redactó por primera vez una hoja de vida y con ella llegó a dos locales de confección. Contó su experiencia como costurera de las AUC, no por causar lástima, sino para que se dieran cuenta de su agilidad al coser hasta 800 uniformes al mes junto a su equipo de trabajo. Los contratantes solo escucharon y de vez en cuando preguntaron detalles; nunca habían conocido a una desmovilizada de carne y hueso. Al final ganó la desconfianza, una persona con ese estigma encima podía causarles problemas.

Entonces acudió a la Agencia Colombiana para la Reintegración (ACR). Allí sintió que ya no era una persona extraña en medio de millones de extraños, sino una mujer entre decenas que estuvieron en medio de la guerra. Conoció a reinsertadas y excombatientes de la guerrilla con historias iguales o peores que la suya, por ejemplo a, Elvira López, de 52 años, quien se unió a las FARC a los quince cuando su familia la amenazó con internarla en un colegio religioso (fue víctima de violaciones y tres abortos en la selva). Otra reinsertada, Lucelda Garzón, se enamoró de un joven combatiente y dejó su hogar para seguir al enamorado en el monte; su hijo, que ya tiene 32 años, no la ha perdonado por el abandono. Silvia Posada, por su parte, vivió el paramilitarismo a través de su esposo y terminó en la cárcel por ser su cómplice. Carmen Cifuentes era la cocinera de las AUC y sus dos hijos militaban en ese grupo. Juana Ricaurte trabajaba como enfermera de las FARC y, aparte de atender a los heridos durante los combates, también recorrió Caquetá y Meta para curar a los habitantes de las zonas más lejanas (acepta que los mensajes de la televisión con respecto al regreso a casa la impulsaron para abandonar la selva).*

Más adelante, Ederlidia decidió apostar sola y se postuló a una beca de la Universidad Nacional para proyectos de microempresa. Los proyectos postulados iban desde ventas de empanadas hasta productos de tecnología. Ganó y recibió como premio cuatro máquinas para coser. Como se dio cuenta de que necesitaba trabajadoras, buscó a sus compañeras de la ACR y fundó Confecciones Malija hace cuatro años, nombre que nace de las iniciales de sus hijos (María Alejandra, Lizeth y Jaider). En ese tiempo ha contratado medio centenar de mujeres provenientes de varios grupos armados ilegales. Algunas, como Elvira, han creado su propio taller luego de la experiencia con Malija.

La empresa cuenta con una máquina plana, una recubridora, fileteadora, collarín, ojaladora, ribeteadora, abotonadoras, dos máquinas para cuero y dos cortadoras. Ederlidia enumera las cosas con precisión y es capaz de contar el año de compra y la historia poco interesante detrás de cada artefacto. La mayoría fueron adquiridas en tiendas de segunda reconocidas por los sastres.

Las máquinas suenan y las mujeres, en medio de risas, chistes y rumores del barrio, se mueven ágiles entre metros y metros de tela color azul. Deben fabricar nueve mil bolsos y 400 chalecos en dos semanas para una entidad bancaria. Un contrato de 30 millones de pesos.

La dueña del taller confiesa que su condición de reinsertada le ha servido para coser la indumentaria y accesorios de varias empresas grandes de bebidas, alimentos y bancarias. No es altruismo gratuito, pues cada vez que una de estas multinacionales contrata a una persona con ese pasado consigue reducir su carga de impuestos. Es un ahorro de dinero disfrazado de apoyo, pero con buenos resultados para Malija.

Aunque parte de los clientes conocen de sus adversidades, para los vecinos es una costeña que cose ropa. Ederlidia se ha cuidado de no hablar de sus anteriores jefes y les reitera a sus hijos que procuren ser prudentes frente a los desconocidos. Sabe que si quiere mantenerse en su barrio lo mejor es hablar poco y trabajar mucho.
—En el pueblo uno sabía quién era el vecino, si tenía familia, hijos, si era borracho o se la pasaba en el billar. Era tal el conocimiento que uno iba a reclamarle las cosas a los ladrones porque uno sabía quiénes eran los papás… Acá, en Bogotá, podemos tener al lado a cualquier persona, ya sea un muchacho de bien, guerrillero o paramilitar.

Cuando termina de hablar ayuda a Elizabeth, su prima, a doblar los bolsos recién hechos y aprovecha para preguntarle por la gente de Urabá.
—Nada Extraño—le responde.

 

 

Antes de despedirnos afirma que son pocos sueños los que le hacen falta por cumplir. A sus 47 años es gerente y dueña de una fábrica de confección, ya es abuela de un niño de cuatro años y sus hijos trabajan en empresas que les permiten escalar laboralmente. La menor está por graduarse del colegio.
—Solo deseo una cosa más: hacer el traje de bodas de mi hija.

Ella no tiene novio ni compromiso, pero quiero verla algún día vestida como una princesa. Después de hacer en el monte tantos uniformes, ¿no cree que pueda coser ese traje para el día más feliz de Lizeth? Claro que quedaría bien. Después de todo lo que me tocó pasar, creo que sería sencillo.

* Los nombres de las costureras han sido cambiados a petición suya.

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