Por: Pacifista
Juan Arturo Gómez cree en el destino. Si tuviera la oportunidad de escoger, repetiría su vida tal cual, incluyendo la decisión que tomó en 1992, antes de cumplir 30 años, cuando cambió el ambiente hostil de la Medellín de entonces por la posibilidad de acostarse en una hamaca durante la madrugada a contar de 35 a 40 estrellas fugaces por noche.
Podría pensarse en él como una versión más reciente de los jipis paisas que se fueron a vivir al norte del Chocó desde los sesenta. Pero no se fue por hastío o romanticismo. A finales de 1991, cuando era estudiante de comunicación social de la Universidad de Antioquia, volver por una chaqueta olvidada lo salvó de morir asesinado junto a dos de sus compañeros en Gatopardo, un bar frente a su universidad.
Una de las víctimas fue su novia. Lo llamaron para que fuera a reconocerla a Medicina Legal: “Hermano, yo colgué el teléfono y no volví a la universidad. No me importó nada”. Después de meses de encierro y consumo de drogas, sin pensarlo mucho, agarró una caja con unos doscientos libros, un computador y se fue hasta El Tigre, una vereda en la selva del Darién donde su papá tenía una finca.
Pero dejar atrás Medellín no significó desterrar de su vida la violencia. El Tapón del Darién, además de ser la frontera natural entre Colombia y Panamá, se convirtió junto con el resto de Urabá en una de las zonas más jugosas para los intereses de todos los actores de la guerra.
Dos hechos marcaron su vida desde la infancia: a los siete años le diagnosticaron epilepsia y lo medicaron; y, por esos días, lo llevaron al Festival de Ancón de 1971. A esto último le atribuye una personalidad contestataria y una formación cultural de lecturas asiduas y música de contenido social. Cita a Joan Manuel Serrat: “Mis amigos son sueños imprevistos que buscan sus piedras filosofales, rondando por sórdidos arrabales donde bajan los dioses sin ser vistos”.
A los 16 años le quitaron la medicación, pero no la dependencia a los barbitúricos. Los reemplazó con drogas de todo tipo y en todas sus presentaciones, sobre todo cocaína y bazuco. Conoció el bajo mundo del narcotráfico en pleno auge de Pablo Escobar y el Cartel de Medellín. Retó a la muerte, quizás por la creencia en el destino, por esa frase que repiten en Antioquia de que nadie se muere en la víspera. En el Darién no dejó de ver la muerte de cerca y, sin embargo, dice que el Chocó le devolvió las ganas de vivir.
Un gomoso digital en medio de la selva
El computador que se llevó en el 92 era un Hewlett Packard que solo sabía prender y apagar. Tener un computador era un asunto snob, dice, pero con el paso del tiempo empezó a encontrarle utilidad: “Fue como una premonición”. A finales de los noventa, llegaron las dos cosas que más lo cambiaron: el hijo que tuvo con una mujer negra de la región y se convirtió en su motivación personal, y la internet que apenas se estaba masificando y que se convertiría en su principal herramienta de trabajo y transformación social.
Aunque había quebrado en sus negocios, para inicios de la década del dos mil, administraba el hospital local. Allí empezó a manejar algunos programas informáticos relacionados con esa tarea. Fueron los años de aprender que, aunque no hubiera carreteras ni fluido eléctrico constante, una conexión a la red podía ayudar a poner a Unguía en el radar de las preocupaciones del Estado colombiano y de algunas organizaciones internacionales.
Su esposa de entonces era profesora. Con ella y otros amigos recuperaron un salón abandonado del Sena y con la ayuda del Comité Internacional de la Cruz Roja y de los padres de familia, muchos de ellos desplazados a quienes se les pagó por su trabajo, sacaron adelante la construcción de una escuela para 272 niños que constaba de cuatro aulas y una batería sanitaria. La escuela ha servido como centro de desplazados, centro para el adulto mayor y guardería para niños en situaciones vulnerables. Hoy sigue funcionando.
El Bloque Élmer Cárdenas de los paramilitares, comandado por Fredy Rendón Herrera, alias “El Alemán”, tuvo poder en la zona del Urabá antioqueño y chocoano y en todo el Bajo Atrato desde 1997 y fue uno de los últimos en desmovilizarse. La última fase de esa desmovilización fue en 2006 en Unguía con la entrega de 745 combatientes, incluyendo a “El Alemán”.
Todos los trámites concernientes a la desmovilización se hicieron desde la sala de internet que Juan Arturo instaló en 2003. Desde allí, prestaba servicio gratuito y era la única manera de entablar contacto con el Gobierno para hacer efectivo el desmonte de ese grupo armado.
Desde entonces comenzó en la zona la implementación del proyecto Villa La Paz: 248 hectáreas sembradas con caucho, arroz y maíz en las que trabajan juntos desmovilizados y campesinos. Sin embargo, en 2011 empezó una nueva arremetida de violencia que en la actualidad amenaza la vida de desmovilizados y campesinos y los ha llevado a desplazarse. En la región sigue haciendo presencia la guerrilla, pero también el Clan Úsuga; su máximo jefe, Dairo Úsuga David, alias “Otoniel”, se esconde en esa zona del norte del Chocó y en su contra persiste una ofensiva armada con patrullajes y bombardeos.
Unguía tiene 14.544 habitantes pero ante la Unidad de Víctimas hay registradas, como desplazadas, dos mil personas más (16.599). Para Arturo, lo de hoy es peor que cuando las Autodefensas ejercían su poder ilegal: “Nunca se ha visto una arremetida tan brava”.
Juan Arturo ha lidiado directamente con las más altas esferas del poder colombiano. Por eso sabe que la presencia del Estado es sólida solo frente a intereses como los recursos naturales, pero no tanto cuando se trata de garantizar condiciones mínimas de vida para una población como esa. Dice que en el municipio hay 782 títulos mineros: “Ese es el Estado en Unguía”.
Un paisa converso
Cuando se deja el consumo de drogas es normal que el siguiente paso sea volverse un “santurrón de tiempo completo”. Así le pasó a Juan Arturo a quien la sobriedad lo llevó hasta el matrimonio. Casarse fue una de las decisiones tomadas durante ese momento de santurronería. Aunque al principio su familia le retiró el derecho de heredar algunas propiedades por tener una esposa negra, luego él mismo renunció a ser paisa.
“Yo era minero, era comerciante de madera, tenía uno de los grandes negocios de abarrotes, llegué a tener tres montajes de minería, retroexcavadora, a sacar semanalmente cinco o seis libras de oro para Medellín. La guerrilla me quemó los montajes de minería, quemó la finca, se robó 80 cabezas de ganado. Casi matan a mi papá”.
Un día tuvo un encuentro que lo dejó pensando: “Bajaba yo de la finca en mi bestia, hermano, como paisa, bien organizado: con sombrero, poncho, carriel y bestia pegada, y me encontré con un negro en su humilde burrito, hermano, sentado en un sillón, descalzo, y de estribos tenía dos pedazos de pita amarilla y ahí metidos el dedo gordo del pie y el siguiente”.
-Paisa, venga-, le dijo el hombre.
-¿Qué hubo?, ¿qué pasa?
-¿Ustedes por qué son así?- Como quien se siente juzgado sin saber por qué, le preguntó a qué se refería.
-Sí, es que al paisa no le interesa sino atesorar y por tener hasta matan y destruyen todo.
Hoy, Arturo le da la razón: “Nosotros somos los que llegamos y contaminamos esas tierras, contaminamos esos ríos, deforestamos para después venderles un concepto de desarrollo de casas de material y agua potable. El agua potable la tienen ellos ahí en los nacimientos sin necesidad de tratarla ni de nada. No, marica, el Chocó es la verdad, esta gente es la verdad. A partir de ese momento renuncié a ser paisa, ahora soy antioqueño. Es más, soy chocoano pero de origen antioqueño”.
Pasó de tener la imagen de un colonizador del siglo XIX a ser un líder de la inserción del pueblo chocoano en las tecnologías del siglo XXI. Aun así, hay asuntos que le generan contrariedades morales.
Por un lado, cuenta con orgullo cómo ha llevado el proceso de pedagogía digital de los jóvenes de Unguía, usando las redes sociales como herramienta para preservar su patrimonio cultural. Al mismo tiempo, se arrepiente de haberle llevado internet a las comunidades indígenas. Sabe de los peligros de la aculturación y por eso tiene un proyecto para crear un sistema operativo en lenguas indígenas.
Dice que en esa riqueza cultural están las grandes lecciones para construir la paz: primero, el respeto de negros e indígenas hacia el medio ambiente; segundo, vivir todos como una familia extendida y, tercero, “haber aceptado al victimario al lado sin existir actos de reparación reales. En Unguía en este momento hay más de 200 desmovilizados del Bloque Élmer Cárdenas que hacen parte activa y viva de la comunidad”.
Por ese amor a la cultura chocoana fue que decidió volver a la universidad. A sus 51 años es estudiante de Comunicación social periodismo en la Universidad de Antioquia, seccional Urabá: “Mi sueño es volverme para Unguía y contar la historia de la señora que vende los fritos afuera”.
El tiempo con tiempo
Antes de que mataran a su novia, ella le criticaba ser demasiado metódico en la lectura. Un día se lo llevó para la biblioteca de la universidad, le vendó los ojos y le dijo que caminara y cogiera el primer libro que tuviera a su alcance. A sus manos llegó Momo, o la extraña historia de los ladrones de tiempo y de la niña que devolvió el tiempo a los hombres, de Michael Ende.
La caja que llevó consigo cuando se fue de Medellín tenía libros de Milan Kundera, Jean Paul Sartre, Marguerite Yourcenar, Yukio Mishima, Gabriel García Márquez, Edgar Allan Poe y, por supuesto, Michael Ende. Recuerda un pasaje de El espejo en el espejo en el que un hombre envejece detrás del telón esperando que este suba para poder actuar. Encuentra ahí una metáfora de su propia vida, de lo que pudo ser y, por fortuna, no fue.
Hace unos años volvió su epilepsia y aparecieron otras complicaciones que asume como cuenta de cobro por los excesos de su juventud. Todavía bebe cuando le provoca, administra el Kiosko Vive Digital, se fuma un paquete de cigarrillos al día y, aunque no volvió a consumir drogas, dice que no es un “Ordóñez” frente a ellas.
Leer sin preocupaciones en una hamaca sigue siendo “el programa más bacano”. Según él, hasta el contenido de los sueños cambia cuando uno se queda dormido leyendo. En Unguía hay tiempo para todo, y los hombres todavía ni lo compran ni lo venden. Unguía, dice, “es el lugar donde el tiempo no lleva prisa”.